domingo, 30 de agosto de 2009

Aínda por enriba!

Imaginen por un momento que poseen una licenciatura en psicología y hay un tío sentado en el diván de su consulta con una cara de gilipollas bien parecida a la mía. Después de un somero análisis de la situación tendrían el típico diagnóstico de síndrome depresivo postvacacional agravado por una insólita visión negativa de las cosas. Nada que no pueda arreglar un par de palmaditas en la espalda. Claro que ustedes no cuentan con que ese tío siga de vacaciones y menos que pretenda prolongarlas indefinidamente. Va a ser que esas palmaditas no van a ser suficientes.

El asunto es que uno no se da cuenta de que es estúpidame
nte infeliz hasta después de haber experimentado de manera provisional todo lo contrario. Coño, vete tú a decirle una vez lo ha visto que se conforme.

El jueves en el último transbordo me encontré con uno de mi
s compañeros de piso que regresaba del trabajo, ya que los dos coincidíamos en el mismo destino habría resultado un tanto embarazoso mirarnos la punta de los zapatos ignorando que el otro existiera, así que intercambiamos quince frases hechas administrándolas entre estación y estación de modo que los silencios no se extendieran más allá de las buenas maneras. Al llegar a casa nos deseamos las buenas noches abriendo la puerta de nuestras respectivas habitaciones como si lo único que compartiéramos fuera el pasillo de un hotel. En mi habitación hacía un calor infernal, para colmo durante mi ausencia habían enyesado parte de la pared detrás del escritorio con problemas de humedad y todo lucía desordenado, sucio e inhabitable. Pese a estar muy cansado bajé de nuevo a la calle y caminé durante un rato tratando de inhalar la dosis exacta de oxígeno. Inhalé una buena cantidad.

Hoy dilaté el sueño tanto como pude, al levantarme me dolían las órbitas de los ojos y aun esforzándome he tardado cinco minutos en poder enfocar bien las imágenes del televisor. Este me habría ocupado el resto del día pero la nebulosa ha persistido luego de manera remota a cada pestañeo obligándome a prestar atención solo a intervalos. He apagado la tele y me he concentrado en limpiar a conciencia mi habitación. Una vez limpia, sin rastro de polvo o suciedad en los muebles, he restituido todo a su lugar correspondiente. Más tarde he desmontado las cortinas y las he lavado con la ropa sucia. Al sacarlas de la lavadora comprobé con alegría que eran más blancas de lo que esperaba, no sé porqué volver a colgarlas me ha hecho sentir bien. Acto seguido me he decidido por deshacer finalmente la maleta y he puesto una segunda lavadora. Mientras acababa he aprovechado para ducharme y cenar algo, sería la una y media de la madrugada cuando he tropezado haciendo zapping con La leyenda del indomable, aunque ya la había visto varias veces me la he tragado hasta el final. No me ha complacido ni más ni menos que en ocasiones anteriores. He encendido el ordenador, tenía un correo de Diego, con nuestras fotos en el mirador del zoo desde el que se divisa toda la ría de Vigo.


Me gustaría tener más fotos, fotos que ilustrasen cada uno de los momentos de esa semana de vacaciones, pero no las tengo.

Fotos escaleras arriba, escaleras abajo en el Mais Palá.

Fotos en la playa de Samil vestidos de pantalón largo.

Fotos de copas a tres cincuenta en las terrazas de Montero Ríos.

Fotos de exóticos cócteles en malasañas gallegas.

Fotos de menús de guardia en La Tecla.

Fotos de belgas con tatuajes belgas que hacen auténticos gofres belgas.

Fotos hinchándonos a pimientos de padrón en O Garfo.

Fotos en el paseo de Bouzas.

Fotos partiendo el bacalao en La Lola o Lolita o Lo que sea.

Fotos de camareras en el Quadrophenia.

Fotos de empanadillas en el Carballo.

Fotos de albariños con tapa sin cebolla en El Imperial.

Fotos reclamando maletas perdidas.

Fotos en un osario del cementerio de Cangas.

Fotos de “calzones” como zeppelines.

Fotos de pasapalabras y sushi caseros.

Fotos de conversaciones hasta las tres y más de la mañana.

Fotos, fotos, fotos…


Fotos siendo feliz. Una felicidad tan extraña y ajena durante el resto del año pero que a vuestro lado aflora con espontaneidad y sencillez, que parte natural de las circunstancias y sobre todo a consecuencia de vosotros y por causa vuestra. Gracias chicos/as, gracias por todo, gracias por los detalles:

A Lore, por su confianza indiscriminada, por preocuparse de que todo sea más fácil, más hermoso, por cuidarnos, por mimarnos, por cada abrazo, cada uno más sincero, más cariñoso, más prolongado que el anterior…

A María, por ese desconcertante y contagioso júbilo, por aquel paseo interminable que me permitió conocerla un poquito mejor, lo suficiente para asegurarla en ese lugar del corazón dónde las personas que de verdad importan tienen que estar…

A Pato, porque cada cosa que hace y dice no está antes hecha o dicha hasta que ella la hace o la dice, por mirar su reloj y determinar las diez y media como última hora para coger el barco de regreso, porque yo no tenía ninguna gana de regresar…

A Diego por permitirnos manchar las paredes de su casa con nuestras manos y nuestros pies pintados de colores, por su extraordinario don para provocar carcajadas, por darme trabajo…

A todos los demás, que conozco menos pero que también he disfrutado de su compañía, Anti, Uxío, Felix, Berto, Mon

A David, por supuesto, que me ha permitido conoceros a todos, y que de algún modo debe haber batido un record mundial en la categoría amigos de puta madre, habrá que reconocerle el mérito, claro…


¡Hala! ¡Hala! ¡Qué os echo de menos! Mucho!

Besos, abrazos y todo lo demás.


domingo, 9 de agosto de 2009

Being Vampires

Estoy cansado, cansado de la manera en la que nunca lo he estado, no podría dar un paso más aunque mi supervivencia dependiera de ello, ni tan siquiera podría gritar o pedir auxilio… sólo sentarme en la piedra caliente y esperar, esperar, esperar.

Cuando estoy muy cansado viene a mi cabeza un famoso poema de Dylan Thomas…

The force that through the green fuse drives the flower
Drives my green age; that blasts the roots of trees
Is my destroyer.
And I am dumb to tell the crooked rose
My youth is bent by the same wintry fever.

[…]

Por supuesto yo recuerdo la versión traducida pero a ustedes le escribo el original por respeto al poeta. Por lo común a la gente no le gustan las cosas que no entienden, necesitan tener una descripción precisa de los hechos para después juzgarlos con su milagroso sentido de lo que es justo y lo que no. En el instante en el que le dan nombre, en el exacto momento en el que le confieren una identidad y la registran en sus memorias, en ese intervalo también le despojan de vida, de verdad. Pienso que Dylan Thomas comprendió esto y pienso que la única forma de transmitirlo es no apuntándolo directamente con el dedo.

¿Dos?, ¿tres horas? Llevo sentado tanto tiempo aquí que los ratones han dejado de considerarme una amenaza y circulan con toda libertad entre la alcantarilla y los arbustos en busca de restos de comida. Debería regresar a casa, me gustaría regresar pero creo me he acostumbrado a esta posición, la de estar sentado y esperar. Es mejor que nada, es mejor que continuar caminando, mejor que arrástrame hasta una maloliente boca de metro y encerrarme en un cubículo con personas que no conozco hasta que una dirección familiar en la pared del andén me salve. En los vagones del metro siempre hay gente, no importa qué hora señalen las agujas del reloj, nunca he accionado el dispositivo que abre las puertas y me he encontrado un vagón vacío, siempre hay gente, paralizados, incómodos, mudos, como si estuviera penalizada cualquier tipo de actividad salvo la de leer el periódico, mirarse la punta de los zapatos o dirigir la vista a un punto muerto. Yo les miro, clavo mis ojos en ellos, los escudriño aun cuando a poco sienten el escozor de mi mirada y levantan entonces la suya hacia mí como si me interrogaran: bien, ¿qué quieres tú? Y hay una ligera basculación en sus pupilas que bien valdría ser miedo, miedo a estar expuesto, miedo a ser descubierto, miedo, miedo, miedo a veces tan agresivo que les agrieta la piel hasta la carne roja del músculo. Y sí, es entonces mejor, mi juicio menos justo, más acertado, cuando siento la retina desprendiéndose en delicados y finos hilos del globo ocular, flotando en el espacio muerto que nos separa, girando lenta, helicoidalmente a través del vagón, en busca de ti, de la cicatriz que el miedo ha abierto para que la masa acuosa de mis ojos pueda filtrarse en la carne como la lluvia en el tejado de un edificio abandonado.

El hombre que atraviesa la plaza está muy delgado, parece que acabara de salir de un centro de desintoxicación para heroinómanos. Lleva una camisa de un blanco indefinido y unos pantalones vaqueros, avanza ágilmente pero sin prisa, a ratos mueve los brazos, reaccionando a un particular fragmento de cierta canción que le gusta. Me levanto por fin y resuelvo seguirle algunas calles. No se apercibe de mi presencia, camina siguiendo un itinerario supuestamente preestablecido, mostrando poco interés por las cosas que suceden a su alrededor, despreocupado y taciturno al mismo tiempo. Si no estuviera tan fatigado sería fácil llegar a su altura y mirarle a la cara. Mirar la cara de alguien dice mucho de ese alguien, claro que la vestimenta asimismo lo dice, y la maniobra de apartar un mechón de pelo de la frente, y como se toca la clavícula antes de decir algo importante, y el ángulo de flexión de la columna vertebral… ese tipo de cosas. Pero es el semblante, es cada línea que lo perfila, cada gesto obligado, cada mueca imperceptible quienes definen a su poseedor… si se presta el debido cuidado no sólo indicará qué tipo de vida lleva también expondrá qué piensa, qué apunta, qué siente o ha sentido, qué ha deseado, qué ha temido… y su historia entera hasta el detalle del día trece de febrero de mil novecientos noventa y cinco.

Considero abandonar mi persecución cuando de improviso se desvía de la ruta que había venido siguiendo para girar en la bocacalle de la izquierda que está peor alumbrada, no recorre más que diez o quince metros antes de detenerse frente a uno de los portales. Me pregunto si después de torcer la esquina y hacerme visible la curiosidad me otorgará el coraje de acertar el final a esta locura. En el último momento impido con el pie que la puerta se cierre. Escucho el chirrido del ascensor al elevarse y luego el golpeteo de la mampara metálica una vez detenido. Por el intervalo deduzco que ha debido bajarse en el cuarto o el quinto. Subo por las escaleras y compruebo en cuál de ellos la portezuela del ascensor está iluminada. En efecto, en el quinto piso acaban de cerrar la puerta de una de las viviendas al fondo del pasillo. El corazón golpea en mi pecho como la patada caprichosa de un niño a una lata vieja. Mientras avanzo por el corredor noto el sudor debajo de mis axilas empapando la camisa e irracionalmente llevo allí mis manos como si quisiera detener una hemorragia. Con las manos todavía debajo de los brazos me inmovilizo junto a la puerta y pego la oreja en ella tratando de distinguir los movimientos que se producen dentro de la casa. Después de un rato desisto, me separo de la puerta y meto las manos en los bolsillos. En el de la derecha guardo las llaves de mi propio domicilio, suena un tanto idiota pero estoy convencido que si las introdujera en la cerradura y las hiciera girar la puerta se abriría. Dudo unos instantes antes de hacerlo. Con extrema cautela para no ser oído desde el interior encajo la llave que desplaza el pestillo sin dificultad. La casa está flanqueada por un estrecho corredor que va dando paso a las diferentes estancias. La luz de la cocina está encendida sin embargo no hay nadie, sobre la nevera un par de imanes sujetan un folio con los turnos de limpieza, han dividido la casa en tres secciones, salón-pasillo, cocina y baño que se reparten de manera rotatoria cada semana entre los inquilinos anotados: Rubén, Andrés, Manu. Uno de esos tres nombres es el suyo. Al final del corredor en otra habitación la luz también está prendida y tampoco hay nadie. Una docena de camisas cuelgan de sus perchas repartidas por los diferentes rincones del cuarto a modo de decoración, sobre la cama que parece llevar varios días sin hacer está situada una librería de una sola altura ocupada sólo por libros de poesía, a su lado un mueble abierto con diversos estantes dónde se apiñan discos y algún objeto de higiene corporal. En la pared opuesta lucen más estantes anegados de más libros, un feo armario y un pequeño escritorio igual de feo. Encima del escritorio hay un ordenador portátil y un fino volumen abierto boca abajo. Me siento en la silla del escritorio imaginándome la cara que pondrá cuando me vea aquí, tratando de concretar primero sus facciones para cuando entre y me vea ahondar luego desde la imagen en él.

No quiero preguntarme más cosas, de momento está bien así. Sólo preciso aguardar su aparición. Sólo esperar. Cojo el libro que está sobre el escritorio y leo el final de la página por la que estaba abierto.

[…]

And I am dumb to tell a weather’s wind
How time has ticked a heaven round the stars.

And I am dumb to tell the lover’s tomb
How at my sheet goes the same crooked worm.