miércoles, 23 de febrero de 2011

Golondrinas no son vencejos


Me empuja blandamente con su mano. Me separo para al instante restablecer mi abrazo. Vuelve a empujarme. Doy la vuelta sobre mí mismo y me tumbo de espaldas en la cama. Respiro hondo. Cierro los ojos con fuerza tratando de ceder parte de la madrugada al sueño. Ahora es ella la que me apresa. Se acurruca junto a mí, enlaza una de sus piernas entre las mías y apoya la cabeza sobre mi estomago.

Suena por enésima vez una vieja canción de Bob Dylan en su móvil. Ya no se preocupa por cogerlo. Antes se ha despertado sobresaltada y ha mirado el reloj. Hacía como un par de horas que debería estar trabajando. Se ha incorporado de golpe y de golpe se ha dejado de nuevo caer a la cama. Ha repetido esta operación dos veces, luego se ha agitado nerviosa sin saber qué hacer. La he tranquilizado. Le he dicho que no se preocupe, que todo el mundo se duerme alguna vez, que es bastante común. Me ha mirado con incredulidad y se ha escondido bajo el edredón. También le he dicho que si lo prefiere puede mentir, puede asegurar que está enferma. Antes de contestar ya ha decidido quedarse. Ha mandado un par de mensajes y se ha recostado a mi lado.

Acaricio su hombro, tiene dos golondrinas tatuadas justo debajo de ambas clavículas, le comento que me gustan, que por qué golondrinas. Me responde que las golondrinas son aves migratorias, que se hizo uno de los tatuajes cuando se fue a vivir a Estados Unidos y el otro cuando regresó. Le digo que espero que no viaje mucho. Ella se ríe y se aprieta contra mí. Le pregunto que fue a hacer a Estados Unidos, si le gustó. Me explica que le apasiona viajar, conocer sitios nuevos, gente nueva, que quiere aprender un montón de idiomas. Deslizo mi mano sobre su hombro hasta el pájaro de tinta y la dejo allí, presionando suavemente, buscando algún borde en su plumaje bidimensional.

Cuando era niño pasábamos siempre un mes completo del verano en el pueblo de mi madre. A nuestra casa se accedía a través de un ajustado zaguán de paredes de barro, en él dormitaba un enorme carro de labranza como el esqueleto de una bestia pretérita, lo habían inclinado para que entrara mejor y la tiradera se alzaba hacia arriba hasta tocar la madera del techo. En éste, en una de las vigas anidaban todos los años en época de cría una familia de golondrinas. Después de comer mis padres y mi hermana solían echarse la siesta y como no me dejaban salir a la calle en ese lapso por temor al sol del mediodía yo me quedaba enredando a mis anchas en la casa por una o dos horas. Un día se me ocurrió poner derecho el carro, agarré el cabezal opuesto a la vara que estaba casi pegado al suelo y empujé hacia arriba. Como era muy pesado solo logré inclinarlo sobre su eje unos centímetros. Al ver que no podía moverlo más salté hacia atrás y dejé que recuperara su posición. El extremo de la vara golpeó con violencia contra la viga del techo. Tras el golpe sordo del choque escuché al punto otro más débil y blando. El impacto había provocado que uno de los polluelos cayera del nido. Piaba desesperado, batiendo en el suelo su endeble cuerpecillo. Desperté a mis padres y les pregunté si me lo podía quedar. Me contestaron que seguro se me iba a morir. Que se negaría a comer y moriría. Primero lo subí al carro en un nido improvisado pensando que sus progenitores podrían ocuparse de esa tarea. Pero éstos lo único que hacían era revolotear frenéticos a su alrededor sin atreverse a posarse y darle de comer. Con los días el polluelo estaba muy debilitado y cambié de estrategia. En principio se negaba a comer de mi mano pero al tiempo, bien por desesperación o debilidad, lograba engañarlo administrándole el alimento con unas pinzas de depilar a modo de pico. Cazaba moscas y otros insectos para él. Al poco recuperó la salud y medró su plumaje. Tenía miedo de que escapara así que acostumbré a atarle un cordel en una de las patas sujetando el otro extremo a la zanca de un banco. Un atardecer al regresar de mis juegos el polluelo había desaparecido. La cuerda estaba rota. Pensé que de alguna manera había logrado escapar. Luego mi madre me contó que había encontrado la otra parte de la cuerda con todavía atada a ella la pata de la golondrina arrancada. Lo más seguro es que se la hubiera comido un gato. Yo no la creí. Nunca llegó a enseñarme la pata arrancada de la golondrina, dijo que la tiró a la basura. Durante esa tarde y la siguiente anduve buscando de entre las docenas que gorjeaban balanceándose en los cables de la luz una golondrina con una cuerda atada en la pata.

Retira mi mano del tatuaje, se incorpora y toma asiento en el borde de la cama. Mira hacia la ventana dándome la espalda. La luz de la mañana se filtra por los pequeños orificios de la persiana. Observo mis dedos, como esperando hallarlos manchados de tinta. Ella se vuelve hacia mí y me imita. Frota el pulgar de su mano derecha contra el índice y el corazón. Le sonrío. Luego los lleva hasta el tatuaje que antes he estado acariciando. Rasca con la uña en una de las líneas, al igual que haría si tratara de quitar una pegatina. La piel comienza a enrojecerle. Voy a decirle que pare cuando lo logra. Ha despegado una de las alas. Tira de ella con cuidado de no romperla, desprendiendo lentamente de su piel estirada el resto del cuerpo de la golondrina. Una vez ha acabado la sostiene en la mano durante un rato. La observa atentamente y después me mira. Propone que deberíamos enseñarla a volar. Le replico que es imposible. Las golondrinas bidimensionales no pueden guardar el equilibrio en el aire. Siempre acaban precipitándose al suelo. Ella responde que aun así habría que intentarlo. La deposita en mi mano. Hazlo, me exhorta. Tiene un tacto raro. No pesa, como si sostuviera menos de una servilleta de papel, y al mismo tiempo parece que se adhiriera a la epidermis con la fuerza de cien gravedades. Me muevo hasta la ventana, subo la persiana y la abro. Dejo la golondrina bidimensional en el alfeizar, vuelvo sobre mis pasos y me siento en el borde de la cama.

A cien metros del suelo yo no hubiera distinguido un vencejo de una golondrina si el tío Gregorio no me lo hubiera advertido. Los vencejos no pueden posarse en el suelo porque si lo hicieran no podrían alzar de nuevo el vuelo. Por eso vuelan sin descanso, me explicaba, comen, copulan y aun duermen volando. Si en alguna ocasión atrapas un vencejo o cuidas de uno, continuaba, tienes que subirlo a un tejado alto o al campanario de la iglesia para que consiga impulsarse en el aire. Yo le conté que una vez había cuidado de una golondrina y que nunca pudo volar porque le había atado un cordel a la pata y luego se la comió un gato. Él me dijo que cuando intentamos retener las cosas la mejor cualidad de estas desaparece. No entendí que quiso decir con aquello pero igualmente me entristeció.

No tengo que hacer nada, no tengo que subir a ningún sitio, un golpe de viento la hace saltar de la ventana al vacio. La veo elevarse un segundo y un segundo después caer girando sobre sí misma. No me levanto porque no quiero verla estrellarse contra el pavimento. Permanezco sentado en el borde de la cama, frotando el pulgar contra el índice y el corazón de la mano derecha. A ella no me costaría distinguirla entre las demás aves. Una delgada línea de tinta batiendo sus alas de dos dimensiones en un mundo que no es el suyo.