martes, 8 de noviembre de 2011

One Billion Pictures Taken


PORTO

El hombre nos indica que una vez pasado el jardín la primera a la derecha es la Avenida Fernão de Magalhãnes. Ya habíamos pasado por ella pero no nos percatamos que era la calle que andábamos buscando. Presiono con fuerza los músculos del cuello, en la hora y poco que dura el trayecto hasta Oporto mi cabeza ha oscilado sin control como un péndulo en las manos de un demente. Noto la rigidez y el dolor que se extienden desde la nuca hasta la punta del codo. N tampoco ha dormido, acaso unos minutos en mi cama cuando fuimos a recoger un importantísimo en apariencia cargador de móvil y un cepillo de dientes.

Tras la puerta accedemos a un estrecho pasillo en el cual un sensor de movimiento hace saltar un tono avisando de nuestra llegada, suena varias veces sin que aparezca nadie a recibirnos. Una mujer menuda, metro sesenta, gafas de gruesos lentes y un delantal a cuadros está escuchando música con uno de esos auriculares de almohadillas naranjas que se utilizaban hace treinta años, permanece absorta mientras limpia una de las habitaciones del hotel. He subido al primer piso consumida ya nuestra frágil paciencia, llamo su atención. Se quita los auriculares y me mira pasmada, como si no entendiera cual es el objeto de mi demanda. Le repito que tenemos una reserva para el día de hoy. Sin salir de su estado de estupefacción se disculpa por no habernos escuchado al entrar y se dirige al tosco mostrador de recepción. Saca un archivador y comienza a pasar lentamente las hojas como si se tratara de un códice milenario al que por primera vez tiene acceso. Subrayo de nuevo el día de la reserva y el nombre de N. Ella no me entiende o no me hace caso. Pregunta si soy un tal Leonardo No-se-qué, si quiero la suite romántica. Ante mi negativa insiste. ¿Habitación normal, no suite romántica? Estoy a un tris de hacerme pasar por el tal Leonardo. No suite romántica coreamos N y yo. Pago la noche por adelantado después de persuadirla que nos cobrara el precio estipulado en internet. Ante su pasividad y con algo de desconfianza le pido que me dé una factura. Sorprendentemente me alcanza el formulario y me insta a que lo rellene yo mismo. Un poco arrepentido por no haberme aprovechado en ningún momento de esta situación absurda escribo en el campo destinado a la profesión un ridículo escritor.


CARDIELOS

Bajamos de Santa Luzia completamente ateridos, la bruma ha invadido el santuario forzando nuestra huida hacia un territorio más de acorde con las chanclas y los trajes de baño. Pese al oportuno repliegue N permanece arrebujada en la toalla. Le pregunto si todavía tiene frío. Asiente con la cabeza. La tumbo sobre la arena y trato de hacerle cosquillas. Se defiende y se ríe. La abrazo. Bromeo con la posibilidad de darnos un chapuzón. Responde que no con una sonrisa, que va a dar un paseo. La contemplo alejarse. Tomo fotos de ella arropada con la toalla frente al mar. Jugueteo con el anillo que compramos en una joyería de Oporto justo antes de irnos. Lo hago girar en mi dedo. Lo deslizo hasta la cabeza de la falange buscando una imposible marca de sol. Nunca antes había llevado un anillo, pienso que debería notarme extraño por llevarlo pero no es así como me siento. Vuelvo a encajarlo en su lugar y expongo la mano al sol.


VIANA DO CASTELO

Mi manía de no conformarme con lo primero que veo nos ha llevado a recorrer la mitad del pueblo en busca de un restaurante que cumpla con mis exigencias. N me quiere matar cuando sugiero la posibilidad de regresar al primero con el que nos tropezamos. El chico que nos atiende no creo supere los veinte años de edad, sonríe sin parar y se muestra servicial con nosotros. Le pedimos que nos recomiende un vino blanco de la carta puesto que desconocemos la totalidad. Al traérnoslo hace una pequeña e ingenua exhibición, abre ceremoniosamente la botella y sirve un poco en la copa de N. Ella toma un sorbo, da su beneplácito un tanto avergonzada. Alcanzo su mano a través del mantel, la comprimo cariñosamente. Quiero decirle cuán hermosa luce esta noche, cómo el rubor que ha inflamado su rostro torna las cosas más admirables, los silencios más precisos, el ámbito más cálido… Ruego porque mi mano sepa transmitirle todo lo que mis palabras no sabrían hacer de la manera merecida.

Salimos contagiados de la simpatía del camarero, satisfechos con nuestra velada pero renuentes a darla por concluida. Derivamos de la línea recta hasta el coche un paseo condescendiente, caprichoso que nos impulsará hacia un regalo inesperado. En una placita se apiñan en semicírculo como si de un modesto teatro romano se tratara alrededor de un centenar de personas. Escuchan con gran atención la voz de una cantante de fados. Aun ajenos al significado emocional de las canciones la interpretación de la fadista consigue que compartamos el mismo sentido de gozo y correspondencia que están experimentando los lugareños. N y yo bailamos entre el público, en una especie de esfera invisible y privada, una pompa de jabón que nos eleva cuarenta y cinco centímetros por encima de los demás. Induzco que si hiciera este viaje en otras circunstancias y no aquí, ahora y en compañía de N posiblemente habría anotado este concierto fortuito como una simple curiosidad en el anecdotario de viaje, habría perdido el alcance mágico del instante, toda su magnitud y fuerza se hubieran diluido en la complacencia natural del ego. Comprendo esto. Hasta qué punto el valor de lo bello lo es más gracias a N. Detengo el baile. Beso a N.


VIGO

Se escuchan voces fuera, hablan muy alto y ríen. Al poco tocan a la puerta. Recompongo mis ropas y salimos del baño. Son cuatro, nos miran abandonar el bar con un veinticinco por ciento menos de descaro. Aprieto fuerte la mano de N, la estrecho contra mí y echamos a andar Churruca arriba en busca del coche que hemos dejado en zona de carga y descarga. Voy un poco borracho, bastante feliz e inconcebiblemente más joven y apasionado de lo que podría haber aventurado en toda mi vida. Solo hemos tomado una copa en La Iguana y un chupito, no hay muchas más opciones un miércoles por la noche. María, Félix y Berto no se han apuntado, cada uno ha argüido un deber diferente para con el día de mañana. N y yo no los tenemos, estamos de vacaciones, nuestro único deber es pasárnoslo bien. Y esta noche nos resta todavía un sesenta y cinco por ciento más de efervescencia para cumplirlo.


CANGAS

N camina a mi lado cuidando de no introducir los pies en el agua. María le ha hablado de la temible picadura de las fanecas y prefiere no arriesgarse. Más ha sido el aguijón glacial de la ría lo que la ha prevenido primero. Habremos recorrido un centenar de metros cuando María nos da alcance y pregunta si puede unirse a nosotros. Expreso mis dudas respecto a dejar nuestras pertenencias sin nadie que las custodie. Dice que no me preocupe, que esta es una playa familiar, aquí no se roba.

Avanzamos por la orilla, sorteando a bañistas que juegan con las palas o a los que como nosotros el sol ha despegado de sus toallas. No hablamos de nada en concreto, a menudo franqueamos el tránsito que hay de la conversación al mutismo sin que intermedie otro criterio que la propia belleza del lugar. El final de la ensenada lo marca el codo que se cierra en ángulo recto hasta Punta Fuxiño y la pared de roca que nos impone el regreso al punto de partida. Asumo que los destellos argénteos en la arena se deben a los finos restos de nácar que el mar ha obtenido pulverizando las conchas de las que formaban parte en su taller de miles de años. María está de acuerdo conmigo pero no tiene la completa certidumbre de que esté en lo cierto. Mantengo la vista pegada al suelo, dejo que la refulgencia de la arena me hipnotice, la luz progresando por mis poros, alimentando el fondo de la piel, un poco más allá del músculo, dónde se confunde pensamiento y sentido, el mismo que hace del tacto de la mano de N una presencia interna, a su modo, y también, más allá de la base física y de su proyección en el tiempo.

Puntual acude el gravamen de las palabras, en su ansía por anclar el momento a la estructura preceptiva del lenguaje y así aquél representado poder localizarlo en el mapa de la experiencia. Pero rechazo la voz, me resisto por un segundo a que el brillo que ha profundizado en mí sea devorado por un significado ajeno, contengo mi zancada en esta arena de miles de años y permanezco en la justa extensión del instante con una sonrisa indestructible en la cara.


COMPOSTELA

Volvemos de poner el ticket del parquímetro y es la cuarta vez que pasamos por la rúa Concepción Arenal. Somos incapaces de no entrar a curiosear en la tienda O Gato Cósmico que ya nos había llamado la atención en un primer momento. Después de inspeccionar pulgada por pulgada todos los curiosos artículos a la venta N se decide por las cámaras de papel y una réflex de plástico. Cómo no me quiero ir de vacío y las camisetas no me terminan de convencer le pido que me regale una de las que ha seleccionado.

Bajamos hasta el parque de La Alameda, elegimos uno de los bancos del paseo y posamos con nuestras nuevas adquisiciones. Mientras saco las fotografías pienso en las que tomé de N hace un rato en una de las galerías del Palacio de Gelmírez. Donde la iluminación, la textura de la roca, el ángulo del objetivo, el grácil gesto y lánguido de N… todo ello confluyendo en un mismo punto para crear una imagen perfecta, una milésima de segundo de vida capturada en un jpg de una cámara doméstica.


BRAGA

Me he quedado solo frente a seis diferentes tipos de ítems para desayunar. N apenas ha probado el café y ha vuelto a sentirse mal. Ha subido a la habitación y se ha tumbado en la cama. Engullo con cierto apresuramiento sándwich, crepe y gofre, bebo el zumo de naranja, envuelvo parte del sándwich que N no ha comido y pido un vaso de agua. Me detengo, dejo que mi estomago asimile tamaño atracón. La camarera que nos ha sorprendido con la posibilidad de elegir cuatro artículos de desayuno por dos euros con cincuenta es la misma que ayer en la noche nos confirmara que la heladería en la que está trabajando también es un hotel. Habla con su compañera, aprovechan la eventual inactividad para tomar algo. Parece al borde de la extenuación. Probablemente no haya dormido más de cinco horas.

Contemplo el despertar anémico del domingo, el inconstante arrastre de los transeúntes de escaparate en escaparte. Una familia portuguesa se sienta en la mesa de al lado. El niño mira la carta y se la tiende a su padre, éste no demasiado convencido se la pasa a su mujer y así hasta que vuelve a manos del niño. No hablan mucho, pese a todo me molestan, desearía que hubieran seguido su camino.

Subo a la habitación. N no se encuentra mejor, aun así espera que podamos continuar con la ruta que nos marcamos antes del viaje. Insisto en que permanezcamos en Braga hasta que se recupere. Me responde que si no mejora nos quedaremos. Pero sé que no vamos a quedarnos. El modo en que lo ha dicho, como ha bajado la mirada hacia sí, ese algo proveniente de un convencimiento previo mezclado con tal vez una pizca de cabezonería no quiere quedarse, quiere continuar, independientemente de si está bien o no. Ese algo estructura parte del carácter de N, del que advierto una fortaleza y una determinación que tan solo estoy comenzando a vislumbrar.


CALDAS DA RAINHA

Después de un rodeo llego a la farmacia pero la encuentro cerrada, hoy es domingo, casi todo está cerrado en este pueblo, excepto los restaurantes, me detengo en dos de ellos, de esos cutres que me gustan a mí, inspecciono la carta dejándome llevar por la promesa de un plato de pescado grasiento acompañado de guarnición como para alimentar una comparsa de hare-krishnas. Desando el camino y vuelvo a subir por la calle principal. Tropiezo con un Pingo Doce, Portugal está lleno de ellos. Para mi sorpresa se halla abierto. Elijo productos que pienso puedan sentar bien a N, apenas ha comido nada en estos días. A la salida pregunto al de seguridad si sabe dónde puedo encontrar una farmacia. Insiste en algo que ya sé, que es domingo, no obstante pruebo a buscar su indicación. Acierto. La farmacéutica en un inglés macarrónico me explica a qué hora y con qué frecuencia deben tomarse los medicamentos. Le agradezco y regreso al hotel. El recepcionista sigue pegado a su portátil visionando la misma peli que cuando llegamos. Hay algo inquietante en él, en su manera de mirar, en su sonrisa. Un simulacro astuto de amabilidad y nobleza. Debe andar por el ecuador de la treintena, lleva el pelo largo, un poco sucio, gasta ropa vieja, pantalón, camisa y americana de otra década. Le sonrío y pregunto si me puede prestar dos cucharas. Duda un instante pero enmascara su fastidio y me indica que le siga. Comienza a subir las escaleras de dos en dos, incrementando el ritmo a cada tramo, me observo idiota corriendo detrás de él con la bolsa del supermercado en la mano, detengo mi persecución antes de llegar a la última planta. Podría haberme dicho que las cogiera yo mismo, ya sabía donde se encontraban, antes de salir estuve curioseando. Hay un salón en esa última planta, invadido por sillones de tapizado setentero y muebles variopintos con más historia que la democracia portuguesa. Anexo a él un comedor con las mesas listas para el desayuno. El tipo reaparece con las dos cucharas. Me dice que las devuelva mañana y apunta con el dedo su lugar de origen. Le doy las gracias. Entro en la habitación y él baja las escaleras al mismo ritmo entusiasta con el que las había subido. Los dos respiramos aliviados.


SINTRA

Pregunto a N si quiere que salgamos. Me dice que sí. Nos abrimos paso a través de la interminable fila de turistas que venían detrás de nosotros. La gente nos observa con curiosidad, preguntándose por qué apresuramos el paso en dirección contraria al sentido de la visita. Una vez fuera conduzco a N a la terraza de la cafetería, compro una magdalena y una bebida energética. La niebla ha engullido parte del extraordinario paisaje de la sierra de Sintra confiriendo al Palacio da Pena un halo aun mas irreal y fascinante del que ya de por sí ostenta gracias a su peculiar arquitectura.

Desmiga la magdalena llevándose a la boca unos pocos pedazos. Con la misma inapetencia toma un sorbo del vaso y se sume en un angustioso silencio.


LISBOA

Todas las tumbonas alrededor de la piscina están ocupadas. Superado un inicial desencanto nos instalamos en el otro extremo de la terraza del hotel y modificamos sin rubor alguno nuestro plan de achicharrarnos al sol la tarde entera por una animada partida de monopoly. N ha recuperado su habitual buen humor. Me apropio del iphone y la fotografío obsesivamente hasta que un mohín de disgusto en su rostro me invita a continuar con el juego. Me encanta estar aquí, gastando un día en el ático de un hotel jugando al monopoly en vez de estar persiguiendo tranvías o anotando iglesias y monumentos en la ruta de la memoria. Haber recobrado la sonrisa de N ha sido el mejor de los viajes posibles y el mismo sentido de él. Me gustaría fotografiar este instante, pero no con una cámara al uso, no con un artefacto que capturara solamente imágenes sino con uno que permitiera llevarse consigo también el volumen emocional que conferimos a cada experiencia, impregnar en un material mágico la exaltación, el entusiasmo y la alegría de lo que por ejemplo puede comprehender este momento para mí. Conservar el alcance de la emoción de manera completa, no ya a través del recuerdo de la vivencia sino en su conjunto, como si sucediera de nuevo, como si no terminara nunca.

(Fotografías en Facebook)