miércoles, 17 de julio de 2013

Contrabandistas


El sudor me empapa la frente, lo noto acumulándose en la nuca, en el cabello detrás de las orejas. Casi no puedo respirar. Aun así me comprimo todavía más, capturando el aire justo, como si la avería de un submarino hubiera tomado la habitación.

 Permanezco tan inmóvil como soy capaz, rogando porque el latido aplaque ya de una vez su escandalera y guarde silencio. Ella también se halla inmóvil, se ha acurrucado en un lado de la cama y está a punto de dormirse. 

Hasta mi oído llega el tic-tac de su reloj de pulsera, se ha hecho más evidente ahora en esta burbuja de calma. Va marcando el tiempo que nos queda, quince minutos, un segundo, una centésima menos… 

Sé que con tan solo mover un brazo, sé que agitándome un poco ese tic-tac nos va a explotar en la cara como un sol de mediodía. Así que sigo quieto, callado, respirando apenas.

Aumento quizá una pizca más la presión, entierro más mi cabeza en su cuello…  imagino en la yema de mis dedos un poder sobrenatural para confundir piel y sueño, una habilidad para saltarse el mañana y el que viene.

Se ha despertado. Los sonidos de la madrugada nos asaltan a través de la ventana. Me aproximo a sus labios, me mira con los ojos todavía medio entreabiertos, sonríe dulcemente. Mientras nos vestimos murmura que no es justo. No es justo, repite y nos abrazamos.

Bromeo, le digo que la próxima vez compraré una cuerda y la ataré tan fuerte a la cama que no podrá irse. Me devuelve de nuevo una sonrisa irrepetible, tan hermosa que podría tumbar a un gigante mitológico. 

Pienso que a veces la vida te propina una maravillosa bofetada de belleza en la cara.

Caminamos cogidos de la mano. Soltamos nuestras manos. Reímos. En la esquina paramos un taxi, antes de que llegue nos besamos, tierna, furtivamente. Nos despedimos, cierro la puerta y contemplo su silueta desvaneciéndose en el interior del coche.

Regreso a casa, meto mis manos en los bolsillos y aprieto los puños dentro. No sé muy bien por qué lo hago, puede que pretenda retener de esa manera la evocación física de esta noche, un botín para la memoria.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Cosas que me gustan de Natalia. Segunda parte.



No me gustan los videos. Me gusta que sonría cuando me lo dice. Parpadea, expectante, cierra los ojos y me dice que no le gustan los videos. Me gusta que sonría cuando me descubre. Una sonrisa hermosa, a medias resignada porque sabe que voy a seguir grabándola, voy a seguir contemplándola a través de la pantalla del iphone, cuarenta o cincuenta metros, enumerado todos sus pasos, ganando para mí cada una de sus miradas, ganándome cualquier guiño, aspaviento de brazo o baile de zapato hasta que el gesto se arrugue en su cara, resople y diga para ya.

Me gusta caminar a su lado, cogerle la mano mientras lo hago, pasar sus dedos entre los míos, apretarlos con fuerza cada cierto tiempo para que se detenga y besarla dos minutos de cada diez.

Me gusta mirarla en silencio, mirarla con una nube de plumas detrás de los ojos. Preguntarle qué está pasando allá dentro, contestarme nada, contestarme muchas cosas y guardar secreto.

Me gusta tocarla, enlazar mi brazo a su cintura, descansar la mano sobre la cadera y esperar a que el tacto adquiera el tamaño de mil alfileres para traspasar la tela del vestido.

Me gusta correr hasta la estación de tren, mirar el reloj compulsivamente, llegar ansioso, sudando, verla aparecer entre los demás viajeros haciendo rodar su formidable maleta azul. No atinar si a besarla primero, abrazarla o las dos cosas a la vez. Sanar la nostalgia antes de la primera palabra, de inmediato teñir de rosa el alma. Primero.

Me gusta aguardar su sonrisa mientras rasga el papel de mi sorpresa habitual de bienvenida, acercarse a mí, decir gracias, decir no me lo merezco, bajar los ojos con un ligero toque de vergüenza mal disimulada y besarme. Decir yo, me lo merezco.

Me gusta preparar la cena, observarla de reojo frente a la pantalla del ordenador, sacar todas las especias de la alacena y jugar a los dados con la gastronomía. Me gusta su está bueno, chocar el Gewürztraminer en nuestras copas, devorar el plato y desesperar porque se tumbe a mi lado.

Me gusta una cosa especialmente, una tontería, en una conversación, en un incalculable cruce de miradas, verla de repente inclinar la cabeza hacia el hombro, pestañear seguido y devolverte los ojos espléndidos como el Eureka de una sirena. Me gusta hacerle notar ese despliegue de coquetería, objetarme ella que no se da cuenta, reírnos, recoger yo los fragmentos de corazón que han quedado esparcidos por el suelo.

Me gusta escuchar su voz al otro lado del auricular, decirme, qué haces?, decirle, ya has acabado? Ella ya ha acabado, ha subido a su habitación a relajarse un poco, me dice que está cansada, que ayer no durmió bien, le digo que descanse, que cierre los ojos, que duerma, que acaso sueñe conmigo, digo buenas noches linda, un superbeso, ella que otro, y yo hasta mañana, sí, mañana cuando puedas me llamas, me dice que sí, que mañana hablamos, guapo, murmura, guapa, especifico, pasa buena noche, tú también, tengo ganas de que llegue el viernes, yo también, bueno, un beso cari, un beso, chao, chao, hasta mañana, sí, hasta mañana linda.



martes, 10 de julio de 2012

Cuatrocientos veintiún kilómetros

 

Haces pasar una a una las fotos por la pantalla del ordenador, cliqueando en cada carpeta, sobre cada imagen. Enero, febrero, marzo, Nueva York… Las fotos de los lunes, las de los martes, los miércoles, fotos a las siete y cuarto, al anochecer… Una a una.

Vas pasando las fotografías a la par de la nostalgia, apoderándote de su mismo tinte azulado, revistiendo el contorno con la carne y el hueso de la memoria. Te abruma, te levanta, te hace salir a la calle a las cuatro de la madrugada. 

Buscas en tu campo visual al portero del club de alterne que hay justo en la esquina, una vez le sostuviste tanto rato la mirada que pensaste que iba a hacer un gesto cualquiera como un saludo. Casi siempre que regresas del trabajo lo encuentras ahí parado, observando descuidadamente el trasiego de la calle, medio aburrido medio queriendo estar en cualquier otra parte. Ese rostro ya familiar hoy no está, tampoco es que te importe solo andas reclamando una manera de distraer tu mente.

Te concentras en el paseo, contemplas tus pies adelantándose uno sobre el otro sin que tú intervengas, automáticamente, decidiendo por sí mismos un camino hacia delante. Te dejas llevar, elevando un poco la respiración, tratando de mantener la acrobacia a la altura de tus pensamientos.  

Si pudieras concentrarte lo suficiente serías capaz de avanzar cuatrocientos veintiún kilómetros en un pestañeo, podrías saltarte tres o cuatro horas de reloj hasta que el sonido de la alarma del iphone la hiciera desperezarse en la cama. Ella dejaría que sonase una vez más y encendería la luz del cuarto. Arquearía la espalda, estiraría los brazos todavía sentada en la cama y frunciría lánguida el gesto.

Avanzaría hasta el armario, abriría las puertas llenas de pegatinas y sacaría un par de vestidos. Se decidiría por el verde de lunares blancos y un cinturón polivalente, dejaría el beige sobre las escaleras que conducen al altillo.

Después de la ducha completaría su ritual de cremas hidratantes con eficiencia. Dibujaría luego la línea del ojo para hacer la mirada más intensa, el rostro más hermoso. Ya vestida bajaría a la cocina y tostaría un mollete. Lo cubriría con aceite, tomate y un poco de jamón ibérico en trocitos muy menudos. Completaría su ritual del desayuno mientras presta atención a las novedades que su teléfono trae de la mano a la mañana.

Se despediría, bajaría la escalera con el bolso y la funda de la cámara colgados al hombro. Colocaría concienzudamente los espejos retrovisores y solo hasta que considerara que su posición es la idónea arrancaría el coche. Escucharía Radio 3, luego de un rato, cuando se perdiera la señal elegiría uno de entre los recopilatorios y de aquél el tema que más le gusta a un volumen moderado.

En la clínica la auxiliar la recibiría con una conversación implorante, ella escucharía silenciosa y educada para luego pasar al gabinete y empezar el día. Expondría a la madre de la mejor manera posible el tratamiento para rehabilitar la sonrisa de su hijo, cambiaría las gomas de los brackets de un adolescente, ajustaría una férula oclusal a una señora con problemas de bruxomanía nocturna, recomendaría a un tipo de Huelva que mantenga en todo momento la higiene de los retenedores, retiraría el expansor del paladar a la cuñada de un primo lejano, convencería al pesado de turno que su clase II esqueletal,  normodivergente, biprotrusa por fin ha sido corregida y que deje de buscarse más imperfecciones. Respiraría hondo, se diría: por fin he acabado.


Conduciría de vuelta ya más tranquila, sujetando con firmeza el volante, devolviendo al paisaje una atención insondable. Te concentras al nivel de la caricia, te acomodas en el asiento del copiloto y la observas sin decir nada. Observas en el cariz reservado de su rostro ese aura inaprensible de misterio y delicadeza que contrasta con una fortaleza apenas insinuada. Contraste que redobla su belleza. Piensas en la belleza, la belleza que se encuentra a tan solo cuatrocientos veintiún kilómetros de distancia, a tres o cuatro horas de reloj, piensas en la energía necesaria para concentrarte del modo en el que puedas alcanzarla, piensas rápido antes de que amanezca y el mundo se despierte en su griterío habitual.


jueves, 12 de enero de 2012

Yo también


Son las ocho de la mañana, levanto la persiana de mi habitación y ni una sombra de luz traspasa la ventana. La abro, respiro el ahumado aliento de la amanecida. Contemplo el cielo índigo con los brazos apoyados en el alféizar como reclamándole un día que aún no está planeado. Pienso en ti mientras lo hago. Pero no es por el cielo, ya pensaba en ti antes, hace unos minutos, frente al ordenador, intentando escribir algo, también antes, revolviendo en mis libros de poesía por el placer de saquear evidencias ajenas, incluso previamente, mirando una película, cuando cenaba, escuchando tu silencio al otro lado del auricular…

Tú leerás esto un poco más tarde, porque antes de terminar de escribirlo lo releeré y corregiré sin descanso hasta que el peso del sueño me conmine a apretar el botón de enviar. Las palabras tampoco son muy amigas mías, tienen algo de pariente lejano que de vez en cuando se saluda pero nada más. Mi vida ha sido silenciosa durante mucho tiempo, y mi pensamiento y mi sentido también lo han sido, por eso lo de buscar las palabras del otro. Un poeta es un sabio, un sabio emocional, nunca cuenta una historia, sino que traduce en una locución exacta la sabiduría de su experiencia. Pablo Neruda fue un sabio, sintió y comprendió una vida por encima de lo ni siquiera podría entrever la mayoría. Busqué en el estante Cien sonetos de amor, la memoria lo disponía en mis manos pero no lo hallé entre los demás libros, tal vez nunca me perteneció, acaso fue otra cosa prestada, no lo sé. Uno de los primeros sonetos comienza de esta manera:

Amor, cuántos caminos hasta llegar a un beso,
qué soledad errante hasta tu compañía! […]

Ninguna vez había sentido esta soledad, al menos no de esta manera. La soledad suele confundirse con hambre de compañía pero lo que realmente la determina es el hostigamiento de sí mismo, el vacío y la incomprensión que uno siente frente a su contexto. Esta no es la soledad de Neruda. Y ahora tampoco la mía. Hace unas horas, cuando hablábamos y yo inquiría por tu voz enmudecida dijiste que si estuviera a tu lado podrías besarme y con ello algo así como llenar ese silencio de significado, un significado oculto entre tú y yo, un significado de amantes. Amar contrae una formidable responsabilidad, ante el otro y ante uno, pues lo que a ti aflige en mí se duplica como la imagen en un espejo, tu tristeza pasa a ser mi tristeza, tú silencio el mío y el beso la identidad de un mismo afecto. La soledad es no poder llegar hasta ti, salvar cuatrocientos kilómetros en un pestañeo y abrazarte. Eso es ahora. Una puerta a la felicidad con una llave de tiempo, la semana, dos días o veinticinco minutos que me separan de ella, que me separan de ti.

Un poema de Rilke dice así:

¿Cómo he de sujetar mi alma, que no
toque la tuya? ¿Cómo dirigirla
por encima de ti, a las otras cosas?
Ay, bien preferiría, a algo lejano,
perdido en la tiniebla, someterla,
en un extraño sitio en paz, que no
temblase cuando tiemblan tus entrañas.
Pero cuando nos toca a ti y a mí,
nos une, como un arco de violín
que de dos cuerdas saca una voz sola. […]


viernes, 16 de diciembre de 2011

Mira el Río que Agua Suena


Antes de pedir nada en la barra he introducido unas monedas en la maquina y he esperado a que cayera un paquete de Winston como podría haberlo hecho unas patatas al jamón. El camarero me pregunta que va a ser, le respondo que un Martini. Debo haber comprado tabaco para mí mismo tres o cuatro veces en toda la vida. Creo que nunca estuve sobrio. Hasta hoy. Rasgo la envoltura, saco un cigarro y salgo a la calle.

Recuerdo mi primer cigarrillo con doce años. Coincidiríamos alrededor de siete criajos sin todavía un pelo en las pelotas pretendiendo dárnoslas de hombres. El benjamín de la pandilla escamoteó un paquete a su padre y nos repartió un pitillo a cada uno. Ya en aquel tiempo estaba tan influenciado por las campañas anti tabaquistas que ni siquiera me atreví a pegarle una calada de verdad. Soplaba el cigarro para que se consumiera y así los demás no se pensaran que era un calzonazos.

La chica a la que pido fuego dice que me quede el mechero, que a ella no le hace falta. Sonríe y me enseña dos encendedores más. Atino un gracias y no al mismo tiempo le devuelvo la sonrisa. Me digo que sería gracioso que habiendo prohibido fumar en casi todos los lados me pusiera a hacerlo yo ahora.

Esto sucedió hace poco menos de un año. Antes de ser feliz. Aguardaba en un bar frente al portal de una de mis mejores amigas por si reunía el coraje suficiente para irrumpir en la monotonía de los lunes y pedir perdón. Cuando el perdón no es concedido como consecuencia del sentido exacto de la culpa el tiempo intermedia de tal manera que al final se ha de conformar el responsable simplemente con la indulgencia que puede concederse a sí mismo. Algo de ello tuve que comprender entonces, algo que me impelió a tirar el cigarrillo y regresar a casa. En el fondo no necesitaba recuperar una amistad, ya la había asimilado como perdida, residía en mí sin embargo la aspiración mezquina de reparar el perfil moral de buen tipo que siempre había presupuesto.

El camino de vuelta fue triste porque pensé recuerdos felices. Recordé la noche en que nos conocimos. Entró en el bar con una amiga y un pirado que las acompañaba. El pirado se acercó a la barra y me pidió papel y boli. Al entregárselo se percató de un taco de hojitas amarillas de comandero garabateadas. Me preguntó si los dibujos los había hecho yo. Asentí. Acto seguido bosquejó una caricatura de sí mismo y se la regaló a la dueña. Cuando les llevé las cervezas a la mesa el pirado les dijo a las chicas que yo también dibujaba. Reconocí hacerlo y como me parecía divertida la situación les pregunté si ellas igualmente deseaban un dibujo. Debió imaginar que trataba de ligar con ellas y no quiso mostrarse interesada. Pero luego de que su amiga accediera vino a la barra a pedirme uno. No había realizado un dibujo expresamente para ella no obstante al preguntarme respondí que sí.

Escucharon parte del concierto y se marcharon. Nos hallábamos cerrando el garito cuando volvieron aparecer. Como estaba lloviendo me propusieron un trato. Podrían guarecerse bajo mi paraguas a cambio de una invitación a desayunar un plato de pasta. Acepté. El pirado ya no andaba con ellas pero apareció al poco en la casa escoltado por su camello. Estaba liado con la chica de gafas que no le prestó atención por razones que luego me explicaron. El tío se sintió ofendido y montó una ridícula escena de amante agraviado. Mi nueva amiga y yo observamos desde la puerta de la calle en una inesperada complicidad y sin apenas poder contener la carcajada el melodramático adiós que nos ofreció el pirado ya dentro del ascensor y la chica de gafas arrepentida de haber perdido en un juego que ella había procurado la perspectiva de dormir caliente aquel final de noche.


Unos meses después nadie en rigor instó del otro una rehabilitación de la amistad, sino que fue la inercia de la deuda emocional con el pasado la que provocó el acercamiento. Presumo que lo notó. Que ya ni siquiera precisaba “perdonarme”, tan solo resarcir a la memoria con una cuota de lo que fuimos, quien sabe si también ampararnos en una despedida educada, o en un tizne de cariño. Supongo que lo hizo, supongo porque no lo sé, porque la mayor parte de la gente no nota ni entiende nada, a lo sumo los golpes del eco de sus propias voces.



martes, 8 de noviembre de 2011

One Billion Pictures Taken


PORTO

El hombre nos indica que una vez pasado el jardín la primera a la derecha es la Avenida Fernão de Magalhãnes. Ya habíamos pasado por ella pero no nos percatamos que era la calle que andábamos buscando. Presiono con fuerza los músculos del cuello, en la hora y poco que dura el trayecto hasta Oporto mi cabeza ha oscilado sin control como un péndulo en las manos de un demente. Noto la rigidez y el dolor que se extienden desde la nuca hasta la punta del codo. N tampoco ha dormido, acaso unos minutos en mi cama cuando fuimos a recoger un importantísimo en apariencia cargador de móvil y un cepillo de dientes.

Tras la puerta accedemos a un estrecho pasillo en el cual un sensor de movimiento hace saltar un tono avisando de nuestra llegada, suena varias veces sin que aparezca nadie a recibirnos. Una mujer menuda, metro sesenta, gafas de gruesos lentes y un delantal a cuadros está escuchando música con uno de esos auriculares de almohadillas naranjas que se utilizaban hace treinta años, permanece absorta mientras limpia una de las habitaciones del hotel. He subido al primer piso consumida ya nuestra frágil paciencia, llamo su atención. Se quita los auriculares y me mira pasmada, como si no entendiera cual es el objeto de mi demanda. Le repito que tenemos una reserva para el día de hoy. Sin salir de su estado de estupefacción se disculpa por no habernos escuchado al entrar y se dirige al tosco mostrador de recepción. Saca un archivador y comienza a pasar lentamente las hojas como si se tratara de un códice milenario al que por primera vez tiene acceso. Subrayo de nuevo el día de la reserva y el nombre de N. Ella no me entiende o no me hace caso. Pregunta si soy un tal Leonardo No-se-qué, si quiero la suite romántica. Ante mi negativa insiste. ¿Habitación normal, no suite romántica? Estoy a un tris de hacerme pasar por el tal Leonardo. No suite romántica coreamos N y yo. Pago la noche por adelantado después de persuadirla que nos cobrara el precio estipulado en internet. Ante su pasividad y con algo de desconfianza le pido que me dé una factura. Sorprendentemente me alcanza el formulario y me insta a que lo rellene yo mismo. Un poco arrepentido por no haberme aprovechado en ningún momento de esta situación absurda escribo en el campo destinado a la profesión un ridículo escritor.


CARDIELOS

Bajamos de Santa Luzia completamente ateridos, la bruma ha invadido el santuario forzando nuestra huida hacia un territorio más de acorde con las chanclas y los trajes de baño. Pese al oportuno repliegue N permanece arrebujada en la toalla. Le pregunto si todavía tiene frío. Asiente con la cabeza. La tumbo sobre la arena y trato de hacerle cosquillas. Se defiende y se ríe. La abrazo. Bromeo con la posibilidad de darnos un chapuzón. Responde que no con una sonrisa, que va a dar un paseo. La contemplo alejarse. Tomo fotos de ella arropada con la toalla frente al mar. Jugueteo con el anillo que compramos en una joyería de Oporto justo antes de irnos. Lo hago girar en mi dedo. Lo deslizo hasta la cabeza de la falange buscando una imposible marca de sol. Nunca antes había llevado un anillo, pienso que debería notarme extraño por llevarlo pero no es así como me siento. Vuelvo a encajarlo en su lugar y expongo la mano al sol.


VIANA DO CASTELO

Mi manía de no conformarme con lo primero que veo nos ha llevado a recorrer la mitad del pueblo en busca de un restaurante que cumpla con mis exigencias. N me quiere matar cuando sugiero la posibilidad de regresar al primero con el que nos tropezamos. El chico que nos atiende no creo supere los veinte años de edad, sonríe sin parar y se muestra servicial con nosotros. Le pedimos que nos recomiende un vino blanco de la carta puesto que desconocemos la totalidad. Al traérnoslo hace una pequeña e ingenua exhibición, abre ceremoniosamente la botella y sirve un poco en la copa de N. Ella toma un sorbo, da su beneplácito un tanto avergonzada. Alcanzo su mano a través del mantel, la comprimo cariñosamente. Quiero decirle cuán hermosa luce esta noche, cómo el rubor que ha inflamado su rostro torna las cosas más admirables, los silencios más precisos, el ámbito más cálido… Ruego porque mi mano sepa transmitirle todo lo que mis palabras no sabrían hacer de la manera merecida.

Salimos contagiados de la simpatía del camarero, satisfechos con nuestra velada pero renuentes a darla por concluida. Derivamos de la línea recta hasta el coche un paseo condescendiente, caprichoso que nos impulsará hacia un regalo inesperado. En una placita se apiñan en semicírculo como si de un modesto teatro romano se tratara alrededor de un centenar de personas. Escuchan con gran atención la voz de una cantante de fados. Aun ajenos al significado emocional de las canciones la interpretación de la fadista consigue que compartamos el mismo sentido de gozo y correspondencia que están experimentando los lugareños. N y yo bailamos entre el público, en una especie de esfera invisible y privada, una pompa de jabón que nos eleva cuarenta y cinco centímetros por encima de los demás. Induzco que si hiciera este viaje en otras circunstancias y no aquí, ahora y en compañía de N posiblemente habría anotado este concierto fortuito como una simple curiosidad en el anecdotario de viaje, habría perdido el alcance mágico del instante, toda su magnitud y fuerza se hubieran diluido en la complacencia natural del ego. Comprendo esto. Hasta qué punto el valor de lo bello lo es más gracias a N. Detengo el baile. Beso a N.


VIGO

Se escuchan voces fuera, hablan muy alto y ríen. Al poco tocan a la puerta. Recompongo mis ropas y salimos del baño. Son cuatro, nos miran abandonar el bar con un veinticinco por ciento menos de descaro. Aprieto fuerte la mano de N, la estrecho contra mí y echamos a andar Churruca arriba en busca del coche que hemos dejado en zona de carga y descarga. Voy un poco borracho, bastante feliz e inconcebiblemente más joven y apasionado de lo que podría haber aventurado en toda mi vida. Solo hemos tomado una copa en La Iguana y un chupito, no hay muchas más opciones un miércoles por la noche. María, Félix y Berto no se han apuntado, cada uno ha argüido un deber diferente para con el día de mañana. N y yo no los tenemos, estamos de vacaciones, nuestro único deber es pasárnoslo bien. Y esta noche nos resta todavía un sesenta y cinco por ciento más de efervescencia para cumplirlo.


CANGAS

N camina a mi lado cuidando de no introducir los pies en el agua. María le ha hablado de la temible picadura de las fanecas y prefiere no arriesgarse. Más ha sido el aguijón glacial de la ría lo que la ha prevenido primero. Habremos recorrido un centenar de metros cuando María nos da alcance y pregunta si puede unirse a nosotros. Expreso mis dudas respecto a dejar nuestras pertenencias sin nadie que las custodie. Dice que no me preocupe, que esta es una playa familiar, aquí no se roba.

Avanzamos por la orilla, sorteando a bañistas que juegan con las palas o a los que como nosotros el sol ha despegado de sus toallas. No hablamos de nada en concreto, a menudo franqueamos el tránsito que hay de la conversación al mutismo sin que intermedie otro criterio que la propia belleza del lugar. El final de la ensenada lo marca el codo que se cierra en ángulo recto hasta Punta Fuxiño y la pared de roca que nos impone el regreso al punto de partida. Asumo que los destellos argénteos en la arena se deben a los finos restos de nácar que el mar ha obtenido pulverizando las conchas de las que formaban parte en su taller de miles de años. María está de acuerdo conmigo pero no tiene la completa certidumbre de que esté en lo cierto. Mantengo la vista pegada al suelo, dejo que la refulgencia de la arena me hipnotice, la luz progresando por mis poros, alimentando el fondo de la piel, un poco más allá del músculo, dónde se confunde pensamiento y sentido, el mismo que hace del tacto de la mano de N una presencia interna, a su modo, y también, más allá de la base física y de su proyección en el tiempo.

Puntual acude el gravamen de las palabras, en su ansía por anclar el momento a la estructura preceptiva del lenguaje y así aquél representado poder localizarlo en el mapa de la experiencia. Pero rechazo la voz, me resisto por un segundo a que el brillo que ha profundizado en mí sea devorado por un significado ajeno, contengo mi zancada en esta arena de miles de años y permanezco en la justa extensión del instante con una sonrisa indestructible en la cara.


COMPOSTELA

Volvemos de poner el ticket del parquímetro y es la cuarta vez que pasamos por la rúa Concepción Arenal. Somos incapaces de no entrar a curiosear en la tienda O Gato Cósmico que ya nos había llamado la atención en un primer momento. Después de inspeccionar pulgada por pulgada todos los curiosos artículos a la venta N se decide por las cámaras de papel y una réflex de plástico. Cómo no me quiero ir de vacío y las camisetas no me terminan de convencer le pido que me regale una de las que ha seleccionado.

Bajamos hasta el parque de La Alameda, elegimos uno de los bancos del paseo y posamos con nuestras nuevas adquisiciones. Mientras saco las fotografías pienso en las que tomé de N hace un rato en una de las galerías del Palacio de Gelmírez. Donde la iluminación, la textura de la roca, el ángulo del objetivo, el grácil gesto y lánguido de N… todo ello confluyendo en un mismo punto para crear una imagen perfecta, una milésima de segundo de vida capturada en un jpg de una cámara doméstica.


BRAGA

Me he quedado solo frente a seis diferentes tipos de ítems para desayunar. N apenas ha probado el café y ha vuelto a sentirse mal. Ha subido a la habitación y se ha tumbado en la cama. Engullo con cierto apresuramiento sándwich, crepe y gofre, bebo el zumo de naranja, envuelvo parte del sándwich que N no ha comido y pido un vaso de agua. Me detengo, dejo que mi estomago asimile tamaño atracón. La camarera que nos ha sorprendido con la posibilidad de elegir cuatro artículos de desayuno por dos euros con cincuenta es la misma que ayer en la noche nos confirmara que la heladería en la que está trabajando también es un hotel. Habla con su compañera, aprovechan la eventual inactividad para tomar algo. Parece al borde de la extenuación. Probablemente no haya dormido más de cinco horas.

Contemplo el despertar anémico del domingo, el inconstante arrastre de los transeúntes de escaparate en escaparte. Una familia portuguesa se sienta en la mesa de al lado. El niño mira la carta y se la tiende a su padre, éste no demasiado convencido se la pasa a su mujer y así hasta que vuelve a manos del niño. No hablan mucho, pese a todo me molestan, desearía que hubieran seguido su camino.

Subo a la habitación. N no se encuentra mejor, aun así espera que podamos continuar con la ruta que nos marcamos antes del viaje. Insisto en que permanezcamos en Braga hasta que se recupere. Me responde que si no mejora nos quedaremos. Pero sé que no vamos a quedarnos. El modo en que lo ha dicho, como ha bajado la mirada hacia sí, ese algo proveniente de un convencimiento previo mezclado con tal vez una pizca de cabezonería no quiere quedarse, quiere continuar, independientemente de si está bien o no. Ese algo estructura parte del carácter de N, del que advierto una fortaleza y una determinación que tan solo estoy comenzando a vislumbrar.


CALDAS DA RAINHA

Después de un rodeo llego a la farmacia pero la encuentro cerrada, hoy es domingo, casi todo está cerrado en este pueblo, excepto los restaurantes, me detengo en dos de ellos, de esos cutres que me gustan a mí, inspecciono la carta dejándome llevar por la promesa de un plato de pescado grasiento acompañado de guarnición como para alimentar una comparsa de hare-krishnas. Desando el camino y vuelvo a subir por la calle principal. Tropiezo con un Pingo Doce, Portugal está lleno de ellos. Para mi sorpresa se halla abierto. Elijo productos que pienso puedan sentar bien a N, apenas ha comido nada en estos días. A la salida pregunto al de seguridad si sabe dónde puedo encontrar una farmacia. Insiste en algo que ya sé, que es domingo, no obstante pruebo a buscar su indicación. Acierto. La farmacéutica en un inglés macarrónico me explica a qué hora y con qué frecuencia deben tomarse los medicamentos. Le agradezco y regreso al hotel. El recepcionista sigue pegado a su portátil visionando la misma peli que cuando llegamos. Hay algo inquietante en él, en su manera de mirar, en su sonrisa. Un simulacro astuto de amabilidad y nobleza. Debe andar por el ecuador de la treintena, lleva el pelo largo, un poco sucio, gasta ropa vieja, pantalón, camisa y americana de otra década. Le sonrío y pregunto si me puede prestar dos cucharas. Duda un instante pero enmascara su fastidio y me indica que le siga. Comienza a subir las escaleras de dos en dos, incrementando el ritmo a cada tramo, me observo idiota corriendo detrás de él con la bolsa del supermercado en la mano, detengo mi persecución antes de llegar a la última planta. Podría haberme dicho que las cogiera yo mismo, ya sabía donde se encontraban, antes de salir estuve curioseando. Hay un salón en esa última planta, invadido por sillones de tapizado setentero y muebles variopintos con más historia que la democracia portuguesa. Anexo a él un comedor con las mesas listas para el desayuno. El tipo reaparece con las dos cucharas. Me dice que las devuelva mañana y apunta con el dedo su lugar de origen. Le doy las gracias. Entro en la habitación y él baja las escaleras al mismo ritmo entusiasta con el que las había subido. Los dos respiramos aliviados.


SINTRA

Pregunto a N si quiere que salgamos. Me dice que sí. Nos abrimos paso a través de la interminable fila de turistas que venían detrás de nosotros. La gente nos observa con curiosidad, preguntándose por qué apresuramos el paso en dirección contraria al sentido de la visita. Una vez fuera conduzco a N a la terraza de la cafetería, compro una magdalena y una bebida energética. La niebla ha engullido parte del extraordinario paisaje de la sierra de Sintra confiriendo al Palacio da Pena un halo aun mas irreal y fascinante del que ya de por sí ostenta gracias a su peculiar arquitectura.

Desmiga la magdalena llevándose a la boca unos pocos pedazos. Con la misma inapetencia toma un sorbo del vaso y se sume en un angustioso silencio.


LISBOA

Todas las tumbonas alrededor de la piscina están ocupadas. Superado un inicial desencanto nos instalamos en el otro extremo de la terraza del hotel y modificamos sin rubor alguno nuestro plan de achicharrarnos al sol la tarde entera por una animada partida de monopoly. N ha recuperado su habitual buen humor. Me apropio del iphone y la fotografío obsesivamente hasta que un mohín de disgusto en su rostro me invita a continuar con el juego. Me encanta estar aquí, gastando un día en el ático de un hotel jugando al monopoly en vez de estar persiguiendo tranvías o anotando iglesias y monumentos en la ruta de la memoria. Haber recobrado la sonrisa de N ha sido el mejor de los viajes posibles y el mismo sentido de él. Me gustaría fotografiar este instante, pero no con una cámara al uso, no con un artefacto que capturara solamente imágenes sino con uno que permitiera llevarse consigo también el volumen emocional que conferimos a cada experiencia, impregnar en un material mágico la exaltación, el entusiasmo y la alegría de lo que por ejemplo puede comprehender este momento para mí. Conservar el alcance de la emoción de manera completa, no ya a través del recuerdo de la vivencia sino en su conjunto, como si sucediera de nuevo, como si no terminara nunca.

(Fotografías en Facebook)

jueves, 16 de junio de 2011

Primavera Third Pack


Miércoles

No es como otras veces, esa sensación de viaje prácticamente ha desaparecido, aun ya en el aeropuerto, abrochándose el cinturón de seguridad, descontando cada minuto de la hora y poco que dura el trayecto a Barcelona. Tampoco surge al pisar la ciudad después de no haberlo hecho en nueve años, ni siquiera preguntando por la calle poeta cabanyes, subiendo al apartamento, comprobando in situ que luce mucho más acogedor de lo que aparentaba por internet. Hasta las seis de la tarde todo lo que puedas ver o hacer no pasará del mero trámite. Por eso te sientas y esperas, enciendes la televisión, sales al balcón, mandas un impaciente sms a las seis y cuarto.

N te cuenta su periplo de taxis mientras deshace la maleta. Cuando termina la tomas por la cintura y sabes que no vais a llegar en hora al concierto de Echo ni con una máquina del tiempo.

Después de canjear el abono hasta en dos ocasiones os informan que no podréis disfrutar del último concierto de la noche, aforo completo, repiten. Decenas de jóvenes caminando de regreso a sus hostales y una inmensa cola a la entrada del Poble parecen certificar la amenaza. N te mira e infiere que si hay tanta gente esperando es porque cabe todavía la posibilidad de entrar. Y lleva razón.

Comienza a sonar Odessa justo en el instante en el que os decidís a pedir las primeras copas. Te lanzas de la barra hacia el escenario como si Dan Snaith fuera el primo hermano que siempre quisiste tener. N lo hace detrás de ti, con un vaso en cada mano. Bailas y observas a N desentumecerse feliz después de casi cuarenta minutos de espera. No habría sido en absoluto empezar con buen pie si os hubierais perdido esto.


Jueves

Estás tan a gusto paseando de la mano de N por el Raval y el barrio Gótico que te parece infinitamente más atractivo aventurarse a husmear en cada tienda de modernos que comprobar cómo unos cuantos fulanos machacan guitarras, aporrean baterías y se desgañitan ante una muchedumbre de fans enloquecidos. Convences a N de que Moon Duo, Of Montreal y de igual forma P.I.L. no merecen mejor atención que ver morir la tarde en el centro de Barcelona, que si acaso luego Glasser valga tal “sacrificio”. Medio la convences, porque de vuelta en el apartamento eres capaz de escuchar sus pensamientos y has bajado un par de puntos en la nota final.

Una vez dentro del Forum se oyen los berridos de Nick Cave en el escenario principal. Aguantáis dos canciones por el simple hecho de contemplar en vivo a un buen ejemplar del cretácico del post-punk tratando de sobrevivir a sí mismo. No obstante la noche es para Interpol. Aguardáis cerca de una hora a que Paul Banks aparezca en el Llevant sin más alardes que ajustarse la correa de la guitarra antes de ir uno a uno interpretando ortodoxamente todos los temazos de la banda. Bailáis, brincáis, extasiados, os besáis también, liberáis la adrenalina contenida junto a otro millar de personas que salta y grita las canciones con vosotros. Sientes la magia del festival por fin. Quieres más.


Viernes

Viernes es el gran día, apenas unas horas para ultimar la puesta a punto de vuestro disfraz de modernidad, americana, corbatita, vestido de lunares, gafas de pasta, relojes casio… Wolf People toca el temón nada más llegar y de ahí rapidito a coger sitio para The National. Matt Berninger que no había visto tanta gente en su vida sale con una copa de vino, saluda a la concurrencia y piensa para sí que hoy lo tiene que dar todo. Pega un sorbo a la copa, aunque no lo necesita porque ya está borracho, quién sabe si también puesto de qué, escupe sobre el escenario, arranca a cantar como si tratara de expulsar una diabólica divinidad de las amígdalas, Little Faith, Start a War, Terrible Love, Anyones`s Ghost, Squalor Victoria, Brainy, Fake Empire… Se ha contagiado hasta tal punto de su propio enardecimiento que salta del escenario para encaramarse a las vallas de protección y otorgarse un baño de vanidad entre la multitud enfervorecida del mismo modo que lo haría un tío con una banda llamada Guns N’ Roses. Los chavales se encuentran tan agradecidos con el público que regalan cuatro bises. Y el gentío les despide como si hubieran sido ellos los que han ganado la Copa de Europa. Matt Berninger transportándose en su nube comienza a sufrir una afonía que persistirá durante todo el fin de semana.

Antes de que puedas recuperarte hay que descartar a Belle & Sebastian y Low en favor de un Twin Shadow que no defrauda. Después y todavía sin resuello descartar también a Explosions In The Sky y a Deerhunter porque te has obstinado en considerar que los desconocidos Field Music suenan como lo harían los Beattles si fueran unos carrozas y continuaran tocando juntos estilo los Rolling. No tienes ni puta idea si estás o no en lo cierto pero te encantan de todos modos. Como lo hará Pulp tres cuartos de hora después. Uno de los grupos fetiches de tu juventud y que jamás has visto en directo. Tampoco defraudan, cómo podrían. Un seductor Jarvis Cocker oficia los primeros ah, ah… de la noche para deleite del público que le corea y sigue el rollo. No recuerdas con exactitud porque estos mariposones te gustaban tanto hasta que suena Disco 2000, desde ese momento recuperas la memoria sentimental. Algunos en derredor vuestra encienden bengalas y lanzan confetis mientras que cerca de treinta y cinco mil personas danzan y gritan al unísono… I never knew that you'd get married. I would be living down here on my own… on that damp and lonely Thursday years ago… yeah, yeah. Nada logrará superar esto, ni siquiera Common People.

Al llegar al escenario donde está tocando Battles te encuentras totalmente vacío, sin una gota de entusiasmo que gastar más que para apretar tu copa de cartón y sujetar la mano de N.


Sábado

Después de Einstürzende Neubaten y Swans, dejas de empeñar alma, corazón y estomago en el exterior y te centras en lo que has sentido estos días, haces balance del viaje, piensas que acabas de cumplir treinta y tres años y aunque desde hace cinco o seis creías estar de vuelta de todo te sorprendes experimentando emociones de un calibre tan rosáceo que harían sonrojar a cualquier adolescente. Lo peor de todo es que no te avergüenzas, te sientes feliz, indirectamente tal vez culpable de estar apropiándote de un estado de ánimo que nunca te ha pertenecido, pero hasta ahí. Miras a N y no puedes dejar de sonreír, una sonrisa blanda y bobalicona que como ya le has referido antes solo al final del día ha de remitir para descanso de las mandíbulas. Sí, rosa, ligeramente cursi, exacta.

Ayer tuviste un sueño extraño, había un personaje que no eras tú saliendo embarrado del lecho de un río, acunaba en su regazo un considerablemente grande fragmento de roca como si se tratara del objeto más frágil del universo. No sucedía nada más, tan solo el tipo parado frotando de vez en cuando con la manga de su camisa el pedazo de roca. Despertaste y no entendiste porque habías soñado eso. Tardarás dos semanas en hacerlo.


Domingo

N y tú cantáis I Wanna Fall In Love de los BMX Bandits, con los BMX Bandits delante, nadie más lo hace, nadie más ha imprimido la letra de la canción, solo la solista veinte minutos antes de iniciarse el concierto y vosotros. Y vosotros lo hacéis mejor, no os saltáis ninguna estrofa, exhibís mayor ímpetu y desafináis con menor descaro. Ha sido vuestra canción despertador durante una semana y media, ahora os sentís un poco decepcionados, borráis vuestros nombres de la lista de fans y pedís otro ron con coca cola.

Mercury Rev os resarcen. Suenan mágicos, hipnóticos, epatantes… siempre quisiste decir esa palabra: epatante, la dices, abrazas a N, bailas pegado a su espalda, grabas un poco del concierto con el iphone para tener tú propio 9 Songs de bolsillo, besas a N. Lucís tan encantadores que hasta una guiri os pregunta si puede sacaros una foto. Claro que puede. Vuelves a besar a N.


Lunes

Observas el avión de N tras la cristalera de la puerta de embarque, aguarda la autorización de la torre de control que se demora ya treinta minutos para despegar. Te gustaría que se retrasara hasta la hora de tu vuelo, que fuera necesario desembarcar a los pasajeros y que así ninguno de los dos ganara la carrera de las despedidas.

Finalmente el avión cobra movimiento, alza grosero el vuelo, se va… con su desaparición regresa el mismo estado de trámite que advertiste nada más arrancar estas mini vacaciones, las cuatro, cinco o seis horas que te separan para restablecer la felicidad obtenida a su lugar de origen.


miércoles, 23 de febrero de 2011

Golondrinas no son vencejos


Me empuja blandamente con su mano. Me separo para al instante restablecer mi abrazo. Vuelve a empujarme. Doy la vuelta sobre mí mismo y me tumbo de espaldas en la cama. Respiro hondo. Cierro los ojos con fuerza tratando de ceder parte de la madrugada al sueño. Ahora es ella la que me apresa. Se acurruca junto a mí, enlaza una de sus piernas entre las mías y apoya la cabeza sobre mi estomago.

Suena por enésima vez una vieja canción de Bob Dylan en su móvil. Ya no se preocupa por cogerlo. Antes se ha despertado sobresaltada y ha mirado el reloj. Hacía como un par de horas que debería estar trabajando. Se ha incorporado de golpe y de golpe se ha dejado de nuevo caer a la cama. Ha repetido esta operación dos veces, luego se ha agitado nerviosa sin saber qué hacer. La he tranquilizado. Le he dicho que no se preocupe, que todo el mundo se duerme alguna vez, que es bastante común. Me ha mirado con incredulidad y se ha escondido bajo el edredón. También le he dicho que si lo prefiere puede mentir, puede asegurar que está enferma. Antes de contestar ya ha decidido quedarse. Ha mandado un par de mensajes y se ha recostado a mi lado.

Acaricio su hombro, tiene dos golondrinas tatuadas justo debajo de ambas clavículas, le comento que me gustan, que por qué golondrinas. Me responde que las golondrinas son aves migratorias, que se hizo uno de los tatuajes cuando se fue a vivir a Estados Unidos y el otro cuando regresó. Le digo que espero que no viaje mucho. Ella se ríe y se aprieta contra mí. Le pregunto que fue a hacer a Estados Unidos, si le gustó. Me explica que le apasiona viajar, conocer sitios nuevos, gente nueva, que quiere aprender un montón de idiomas. Deslizo mi mano sobre su hombro hasta el pájaro de tinta y la dejo allí, presionando suavemente, buscando algún borde en su plumaje bidimensional.

Cuando era niño pasábamos siempre un mes completo del verano en el pueblo de mi madre. A nuestra casa se accedía a través de un ajustado zaguán de paredes de barro, en él dormitaba un enorme carro de labranza como el esqueleto de una bestia pretérita, lo habían inclinado para que entrara mejor y la tiradera se alzaba hacia arriba hasta tocar la madera del techo. En éste, en una de las vigas anidaban todos los años en época de cría una familia de golondrinas. Después de comer mis padres y mi hermana solían echarse la siesta y como no me dejaban salir a la calle en ese lapso por temor al sol del mediodía yo me quedaba enredando a mis anchas en la casa por una o dos horas. Un día se me ocurrió poner derecho el carro, agarré el cabezal opuesto a la vara que estaba casi pegado al suelo y empujé hacia arriba. Como era muy pesado solo logré inclinarlo sobre su eje unos centímetros. Al ver que no podía moverlo más salté hacia atrás y dejé que recuperara su posición. El extremo de la vara golpeó con violencia contra la viga del techo. Tras el golpe sordo del choque escuché al punto otro más débil y blando. El impacto había provocado que uno de los polluelos cayera del nido. Piaba desesperado, batiendo en el suelo su endeble cuerpecillo. Desperté a mis padres y les pregunté si me lo podía quedar. Me contestaron que seguro se me iba a morir. Que se negaría a comer y moriría. Primero lo subí al carro en un nido improvisado pensando que sus progenitores podrían ocuparse de esa tarea. Pero éstos lo único que hacían era revolotear frenéticos a su alrededor sin atreverse a posarse y darle de comer. Con los días el polluelo estaba muy debilitado y cambié de estrategia. En principio se negaba a comer de mi mano pero al tiempo, bien por desesperación o debilidad, lograba engañarlo administrándole el alimento con unas pinzas de depilar a modo de pico. Cazaba moscas y otros insectos para él. Al poco recuperó la salud y medró su plumaje. Tenía miedo de que escapara así que acostumbré a atarle un cordel en una de las patas sujetando el otro extremo a la zanca de un banco. Un atardecer al regresar de mis juegos el polluelo había desaparecido. La cuerda estaba rota. Pensé que de alguna manera había logrado escapar. Luego mi madre me contó que había encontrado la otra parte de la cuerda con todavía atada a ella la pata de la golondrina arrancada. Lo más seguro es que se la hubiera comido un gato. Yo no la creí. Nunca llegó a enseñarme la pata arrancada de la golondrina, dijo que la tiró a la basura. Durante esa tarde y la siguiente anduve buscando de entre las docenas que gorjeaban balanceándose en los cables de la luz una golondrina con una cuerda atada en la pata.

Retira mi mano del tatuaje, se incorpora y toma asiento en el borde de la cama. Mira hacia la ventana dándome la espalda. La luz de la mañana se filtra por los pequeños orificios de la persiana. Observo mis dedos, como esperando hallarlos manchados de tinta. Ella se vuelve hacia mí y me imita. Frota el pulgar de su mano derecha contra el índice y el corazón. Le sonrío. Luego los lleva hasta el tatuaje que antes he estado acariciando. Rasca con la uña en una de las líneas, al igual que haría si tratara de quitar una pegatina. La piel comienza a enrojecerle. Voy a decirle que pare cuando lo logra. Ha despegado una de las alas. Tira de ella con cuidado de no romperla, desprendiendo lentamente de su piel estirada el resto del cuerpo de la golondrina. Una vez ha acabado la sostiene en la mano durante un rato. La observa atentamente y después me mira. Propone que deberíamos enseñarla a volar. Le replico que es imposible. Las golondrinas bidimensionales no pueden guardar el equilibrio en el aire. Siempre acaban precipitándose al suelo. Ella responde que aun así habría que intentarlo. La deposita en mi mano. Hazlo, me exhorta. Tiene un tacto raro. No pesa, como si sostuviera menos de una servilleta de papel, y al mismo tiempo parece que se adhiriera a la epidermis con la fuerza de cien gravedades. Me muevo hasta la ventana, subo la persiana y la abro. Dejo la golondrina bidimensional en el alfeizar, vuelvo sobre mis pasos y me siento en el borde de la cama.

A cien metros del suelo yo no hubiera distinguido un vencejo de una golondrina si el tío Gregorio no me lo hubiera advertido. Los vencejos no pueden posarse en el suelo porque si lo hicieran no podrían alzar de nuevo el vuelo. Por eso vuelan sin descanso, me explicaba, comen, copulan y aun duermen volando. Si en alguna ocasión atrapas un vencejo o cuidas de uno, continuaba, tienes que subirlo a un tejado alto o al campanario de la iglesia para que consiga impulsarse en el aire. Yo le conté que una vez había cuidado de una golondrina y que nunca pudo volar porque le había atado un cordel a la pata y luego se la comió un gato. Él me dijo que cuando intentamos retener las cosas la mejor cualidad de estas desaparece. No entendí que quiso decir con aquello pero igualmente me entristeció.

No tengo que hacer nada, no tengo que subir a ningún sitio, un golpe de viento la hace saltar de la ventana al vacio. La veo elevarse un segundo y un segundo después caer girando sobre sí misma. No me levanto porque no quiero verla estrellarse contra el pavimento. Permanezco sentado en el borde de la cama, frotando el pulgar contra el índice y el corazón de la mano derecha. A ella no me costaría distinguirla entre las demás aves. Una delgada línea de tinta batiendo sus alas de dos dimensiones en un mundo que no es el suyo.


miércoles, 5 de enero de 2011

a lo cesc gay

...

FINALISTAAAAAAAAAAAAAAAAAAAS!!!!!!






http://www.notodofilmfest.com/index.php?corto=29555


... OEÉ, OEÉ, OEÉ, OEEEÉ, OEEEEEEEÉ, OEEEEEEÉ ...

sábado, 6 de noviembre de 2010

A lo fan


David me dice que los superhéroes son una pandilla de mamarrachos, que sólo se les puede tomar en serio hasta que se disfrazan, que sí, que hasta ahí es divertido. Una vez adquieren sus poderes, la más de las veces gracias a un accidente científico, su motivación para convertirse en paladines del bien proviene de sus deseos de revancha.

- Mira Batman – me explica – Tiene que ver morir a sus padres a manos de unos atracadores para tomar la decisión de dedicar su vasta fortuna en combatir la delincuencia. Y no lo hace porque crea que actúa de modo correcto sino porque en el fondo necesita vengarse.

Yo no pienso que sea para tanto, a la postre llegar a ser un héroe siempre ha necesitado de un destino trágico y tampoco es que David haya leído demasiados cómics.

La primera vez que vi a David no hablamos de superhéroes, ni siquiera hablamos. Vino a ver a una chica que cantaba en el bar donde yo trabajaba. Después del concierto mi compañero Luis le sirvió una copa de vino y me dijo que no se la cobrara, que era un buen tipo. Se sentó en uno de los taburetes aterciopelados de la barra y esperó a que la chica que cantaba se les uniera. Luego de hacerlo los tres charlaron animadamente, intercambiando de paso un buen puñado de chistes sobre gallegos. Por aquel entonces me importaba tres cojones que fuera un buen tipo, yo únicamente realizaba mi trabajo.

Quizá coincidiéramos en alguna que otra circunstancia pero la que recuerdo transcurrió en un bar diferente. La misma chica que cantaba hacía lo propio y nos invitó al concierto. Tanto David como yo éramos los únicos pendejos que no conocíamos a nadie ni queríamos conocer a nadie, sólo matar un par de horas de un total de veinticuatro igual de explícitas y tediosas. Postura que limitaba considerablemente nuestras probabilidades de maniobrar más allá de los cincuenta centímetros de baldosa en un extremo marginado de la barra y que en parte nos hizo sentir obligados a forzar una conversación educada.
David es de esos tipos que al hablar con ellos si has nacido gilipollas aunque te esfuerces en demostrar lo contrario vas a seguir pareciendo un gilipollas. Teniendo esto en cuenta fui bastante cuidadoso, procurando no dar demasiadas pistas al principio, hasta que no recuerdo a santo de qué, posiblemente al alcohol de la tercera copa, citó una o dos frases de Truffaut sobre Hitchcock y me decidí a largar carrete cinéfilo tratando de impresionarle. Puede que funcionara porque gastamos algo más del par de horas presupuestadas al inicio. El barman cerró el garito y nos echó a la calle. Mientras David aguardaba su turno en la cola del baño para echar la última meada antes de regresar a casa yo ya en la calle me preguntaba si esperarle me haría quedar como un gilipollas… o comentar luego que había disfrutado ampliamente de la conversación, o que a ver si nos veíamos por ahí, o que si eso nos dábamos los teléfonos… Todas esas gilipolleces que al terminar la noche podrías decirle a cualquier chica que te gusta para volverla a ver pero que ni se te ocurre soltar a un tío por mucho que te apetezca que sea tu colega, por eso mismo, porque es una gilipollez, y no quieres quedar como un gilipollas.

Después de esto volví a ver a David en muchas otras ocasiones sin embargo no tuve claro que era mi colega hasta bastante más tarde. La chica que cantaba ahora era mi amiga y solía una vez por semana quedar con ella para ver una peli. Hacia el final de la peli después de salir del curro solía aparecer David, ahora su compañero de piso. La peli terminaba, la chica que cantaba salía de la habitación y yo me quedaba hablando con él mientras se echaba un cigarro antes de irse a dormir. El primer día que subí al piso y no buscaba a la chica que cantaba, David arropadito con una manta del ikea calentaba sofá y zapeaba diplomáticamente. Le comenté si le apetecía salir a tomar algo. Llevaba unos días acatarrado y solo disponía de media botella de Aquarius y unas Ruffles al jamón para todo el fin de semana, así que estuve a punto de convencerle. La segunda vez que lo intenté no tuve que afanarme, al momento se cambió de ropa, agarró el abrigo y bajamos al Lamiak.

Hace unos meses luego de gandulear como siempre por la Latina subimos a casa y me manifiestó su preocupación. Uno de sus testículos no lucía con normalidad, aparentaba rigidez y se notaba duro al tacto. Automáticamente adulteramos la seriedad del asunto encadenando un buen número de chistes relacionados con el cáncer, desde los seis tours de Armstrong hasta el humor negro de peor gusto. Después de agotar el arsenal me puse serio y le insistí para que no lo dejara pasar, que al día siguiente pidiera cita con el médico. No me hizo caso. Esperó casi dos semanas para hacerlo. El diagnostico confirmó nuestro humorado presagio.

El cáncer es una gota más en un vaso de infortunios ya colmado mucho antes. Un vaso que por la mitad a cualquiera hubiera bastado para excusar un comportamiento capullístico de record guiness, pero que a David parece embellecer y reforzarle. No creo haber conocido a una persona con la integridad de David. Esa capacidad suya de mirar el momento y evaluarlo desde el lado más ecuánime, de reconocer sus errores, de justificar los de los demás y de hacerlo con más razones cada vez…

Tampoco creo haber escuchado nunca a David soltar una frase gastada, algo que podría decirme mi vecina del tercero, mi padre o un premio nobel de física… así que no me arriesgaré yo a hacerlo aunque sea para agasajarle.

Sé que a David no le gustaría ser un superhéroe, simplemente porque los superhéroes no tienen sentido del humor.

sábado, 28 de agosto de 2010

Bañeras, albóndigas y tazas de té

Martes

Es la primera vez que camino a solas por estas calles, la primera vez de unos intermitentes tres años que tengo la oportunidad de habitarlas por mí mismo. Pienso que debería sentirme triste, abatido, furioso… o reaccionar emocionalmente de alguna manera. No lo hago, si lo hiciera estaría comprando una mentira en mi propio espectáculo, una mentira que preferiría invertir en alimentar por unos minutos la ilusión de que pertenezco a esta ciudad, que ella me pertenece. Deambulo tranquilo, Urzáiz arriba, saboreando el silencio ganado a los que han de levantarse en apenas unas horas. Imagino que yo como ellos mañana tengo un objetivo cotidiano marcado con rotulador rojo en el calendario de los propósitos.

Acabo de dejar a David recostado sobre su maleta en uno de los bancos del embarcadero. Después de terminar nuestros bocadillos también ha cesado la necesidad de continuar hablando, y el sueño ha ido a ocupar el lugar del silencio creado.

Cuando vivía en Inglaterra luego de que Marty y el otro chico surafricano se fueran vino a trabajar con nosotros Steve. Lo primero que hizo nada más llegar fue instalar la televisión que había traído de su casa y ponerse a jugar a la PlayStation. Su aspecto era el típico del hooligan desempleado y bonachón que antepondría el futbol y la cerveza por encima de las demás cosas, excepto, en caso de Steve, el té. Steve adoraba el té y adoraba tomarlo en una taza color chocolate que había traído también de su hogar, en Sunderland. Aseguraba que en ella el té sabía mejor. Andy era otro muchacho que trabajaba en el hotel, llegó después de Steve y en seguida se hicieron amigos porque los dos aun sin haberse conocido provenían del mismo barrio. A ambos les apasionaba el fútbol, la cerveza y jugar con la “Play”. Podían pasar tardes enteras sin salir de la habitación. Como Andy solía burlarse de Steve porque estaba gordo, éste se resarcía dándole autenticas palizas al “Fifa”, lo que generaba continuos piques; en uno de ellos Andy rompió la taza color chocolate de Steve y éste se disgustó muchísimo. Andy arrepentido juntó los pedazos y los unió con pegamento. Steve en dos días comenzó a echar de menos sus interminables partidas con su colega y olvidó el incidente. La taza recuperó su lugar en una de las alacenas de la cocina pero Steve no volvió a utilizarla.

He despertado con la imagen de la taza recompuesta de Steve en mi cabeza, con una estúpida pulsión de regresar en el tiempo y poner a salvo la dichosa taza antes de que nada de todo esto ocurriera.


Miércoles

Está sentada en una de las mesas de la abarrotada terraza con otras dos personas. No nos espera, por eso al vernos se levanta sorprendida y nos brinda una espléndida sonrisa y un abrazo. Saco de la bolsa su regalo escoltando el gesto con un feliz cumpleaños. Lo desenvuelve cuidadosamente y después de mostrárselo a los demás lo resguarda junto con los otros en una esquina de la mesa. Parece cansada, observo sus ojeras perennes, más marcadas que de costumbre; aun así luce tan fascinante y hermosa como siempre.

Bebo mi segundo Martini mientras la conversación continua sin dueño brincando de un tema a otro. Visualizo cada una de las palabras danzando mansamente sobre mis párpados, induciéndome poco a poco a una extraña categoría de hipnosis.

A esas palabras que habían cobrado movimiento y forma se les han ido añadiendo otras microscópicas que van tironeándome de la piel con sus minúsculas manitas, empujan hacia dentro, atravesando el músculo hasta llegar al hueso y luego un poco más; todas hacia un mismo punto, estirando desde las uñas de los pies o el cartílago de las orejas hasta un vórtice indefinido debajo de la clavícula izquierda. Dado que no me duele las dejo hacer. Contemplo cómo me desvanezco, como mis miembros van adquiriendo la cualidad de lo invisible. Estoy a punto de desaparecer cuando María me pesca.

- ¿Qué te pasa? – me pregunta – ¿por qué estás tan callado?
- Nada. – miento – No me pasa nada.


Jueves

Hay demasiada luz para seguir durmiendo, aun con el brazo sobre los ojos la distingo ocupando y confiriendo volumen a los muebles del salón. Me levanto y pliego el sofá cama. Voy colocando todo tal y como recordaba haberlo encontrado la noche anterior. Me dirijo después a la cocina, friego los platos sucios de la cena y busco algo para desayunar en la nevera. Me apetecería comer un yogur o tal vez un poco de fruta. Bajo al supermercado, aprovecho para comprar los ingredientes de esa paella que hace seis meses prometí que haría. En el exterior hace mucho calor, de vuelta en el ascensor noto mi camiseta pegada a la espalda por la transpiración. Lo primero que hago ya en casa es meterme en la ducha. Extiendo la cortina de baño y abro con cautela el grifo de agua caliente. Gradualmente combino también el de agua fría para buscar la temperatura adecuada. Sin embargo no lo consigo. En este grifo parece existir un tope doméstico, el cual una vez traspasado confiere a la ducha una presión tal que nada tiene que envidiar a los cañones de agua que utiliza la policía en las manifestaciones. Pero si lo cierro por debajo de ese tope para que la presión disminuya no logro el caudal suficiente para enfriar el agua que prácticamente hierve en el otro grifo. Decido que prefiero arriesgarme a perder un ojo antes que cocinarme vivo. Como los mantengo bien cerrados para evitar lo primero no me doy cuenta que de a poco la presión del agua va desplazando en su soporte la alcachofa de la ducha hasta colocarla en posición vertical. Cuando lo hago la columna de agua arrecia contra la pared de enfrente. Salgo de la ducha y achico el agua del suelo inundado. Las bañeras de María no se llevan bien conmigo.


Viernes

Lola sube a mi regazo en busca de mimos. Se los dispenso mientras mi mano izquierda continua jugueteando con el mando a distancia. Miro la hora, todavía falta un buen rato para que llegue María del trabajo. La gata pronto se cansa de mis caricias y salta elegantemente del sofá en busca de un rincón más fresco. La imito. Apago la tele y salgo a la terraza.

“No hay nada peor que hacer sentir a un amigo que no es suficiente”. Fue una de las frases que anoche dijo María en nuestra larga conversación. Parecería irónico que yo con lo listo que me considero nunca antes lo hubiera pensado, nunca lo viera de ese modo; la amistad desde el otro lado, el lado del otro. Más que irónico habría que decir temerario, necio o incluso frívolo si se tiene en cuenta mi expediente. Hasta cierto punto he sido durante toda mi vida un especialista en convertir las fiestas en funerales sin importarme demasiado quiénes estaban a mí alrededor y de qué manera podría afectarles. Esos momentos en la noche por ejemplo, que ando por mi tercera copa y el alcohol no ha logrado hacer efecto, en los que rodeado de gente pasándoselo bien pierdo por despiste el tren de la euforia… es ahí cuando ya sin hacer pie me acomete un acceso de histerismo dramático y autocomplaciente, donde toda la tristeza del mundo pasa a ser de mi propiedad, eclipsando per se al mundo del que vino y en concreto a las personas que están a mi lado. Lo grave es que esas personas suelen ser mis amigos, que me ven alejarme compungido sin poder hacer nada, como si su alegría no fuese suficiente, como si su amistad no fuese válida. Sí, es injusto, y lo es más porque ni siquiera lo había tenido en cuenta, no de ese modo.


Sábado

Escucho a una divertida María relatar parte de los acontecimientos de la noche que mi memoria ha pasado por alto. Cuando ayer le dije que quería quemar Vigo no me imaginaba que antes de eso el garrafón de sus garitos me quemaría el cerebro. Recién levantados de una dilatada y merecida siesta rehacemos los planes de la tarde. Calcula que disponemos de más o menos dos horas para realizarlos todos. Ir a la oficina de Correos por cuarta vez en la semana, pasar por el estanco y comprar lo necesario para en la cena disfrutar de las mejores albóndigas del mundo.

Cumplimos de sobra. El tiempo extra lo gastamos en un rincón del barrio de Bouzas, la taberna O’ Peirao, todo un descubrimiento, con martinis en vaso de tubo por encima del cuarto hielo a uno noventa. En el interior un grupo de parroquianos se ha arrancado a cantar canciones populares. María no entiende por qué estoy tan sorprendido, me pregunta si en Madrid de vez en cuando no sucede lo mismo. Le contesto que no. Escuchamos en silencio su improvisado repertorio mientras la luz del día va revistiéndose del color de la roca.

De vuelta en casa constato que, en efecto, las albóndigas de María son las mejores del mundo.


Domingo

No tengo prisa por entrar en el mar, los mejillones de la feria y la zorza todavía se disputan parte de mi estómago. Me conformo con observar a los demás bañarse en él. Pienso en los amigos de María, cada cual más distinto que el otro y sin embargo prevalece en ellos una facilidad en el trato envidiable. Presumo que si les preguntara por separado que esperan de la amistad del otro cada uno me daría una respuesta diferente, no obstante en la práctica, en el día a día nadie podría afirmar que no comparten una misma definición.

Me pregunto que tienen ellos que me falta a mí. Casi al punto la pregunta se responde por sí sola. Equilibrio. Yo poseo un buen concepto de amistad, no hay nada de malo en él. Ellos también disponen de uno, y es diferente al mío porque yo soy y pienso distinto a ellos. A su vez ellos son distintos y tienen maneras de pensar distintas, y al igual que no existen dos patrones totalmente idénticos en este mundo tampoco sus conceptos de amistad han de ser exactos. Pero al ponerlos en práctica tienden hacia un equilibrio, uniéndose por lo que procuran en común y no por lo que divergen. Debe ser esa la manera entonces, concluyo precipitadamente, alimentar el propio de lo que tomamos del de los demás, enriquecerlo, medrar.

Dejo las indagaciones extemporáneas a un lado porque el sol me está achicharrando la espalda. Me sumerjo centímetro a centímetro en las frías aguas de la ría, redimen al instante el complejo de culpa que mi errabundo discurrir me ha provocado.

Porque también supongo habrá diferentes grados de equilibrio, algunos más íntegros, algunos más precarios y otros, imposibles, como diría el amigo Ferreiro.


Lunes

Nos sentamos en una terraza cerca del embarcadero. Pedimos un café y una coca cola mientras esperamos el ferry que nos trasladará a Cangas. Es extraño ver a Elena aquí, en una ciudad a la que indefectiblemente tengo asociados rostros que pertenecen con exclusividad a este lugar. Una ciudad que por hábito consigno a la acción de visitar, no a la de ser visitado.

En Cangas nos reunimos con Pato que nos espera sentada como de costumbre en La Marina. Las chicas congenian al momento. Charlan distendidas de sus espacios, raíces y recuerdos. Luego Pato se ofrece como guía y nos lleva hasta el antiguo complejo industrial de la conservera Massó, cuya nave central ahora abandonada se asemeja más al gigantesco y descarnado vientre de una ballena varada en la orilla que a una factoría. Ballenas que Pato recuerda vívidamente de su infancia, despiezadas en el muelle de la conservera y convertidas en aceite. Explica como el mar se teñía de rojo y el aire avinagrado debido a las emanaciones de la ballena se tornaba irrespirable.

Nuestra mini excursión finaliza en un incongruente estanque de agua dulce a dos pasos de la costa. Luego desandamos el camino de vuelta al núcleo urbano. Elena nos deja un rato después, debe tomar el autobús que la llevará a casa, hacia la ría de Aldán. Pato también me abandona, se encuentra algo cansada y mañana debe levantarse temprano. La acompaño. Ya en el portal nos despedimos hasta el año que viene.

Como falta poco más de una hora para que salga el último ferry a Vigo resuelvo apurar el tiempo que me resta dando una vuelta por el paseo marítimo. Me detengo antes de llegar a la playa de Rodeira y me siento en uno de los enormes bloques de piedra que componen el rompeolas. Me descalzo y quedo contemplando como la luz al menguar su intensidad va confiriendo a un mar que se me antoja sólido una modulación desigual.

Al incorporarme deslizo sin querer una de las alpargatas con el pie, cae por entre las rocas fuera de mi alcance. Me percato de inmediato que no voy a poder recuperarla así que tomo la que me queda en la mano y camino descalzo hacia el muelle. Las alpargatas habían estado toda la semana conmigo, cobijando mis pies, y en todo ese tiempo no les presté el mínimo cuidado, en cambio ahora después de pisar un par de vidrios con el pie desnudo se me antojan el artículo más importante e imprescindible de la creación.

Como todo en la vida, supongo, no se aprecia realmente lo que uno tiene hasta que se pierde.

En Vigo el taxista me pregunta entre jovial y preocupado si tengo pensado pagarle la carrera. Al verme caminar descalzo por la ciudad, me aclara, lo primero que se le ha pasado por la cabeza es que si no tengo dinero para conseguir unos zapatos tampoco lo tendría para abonar el servicio. Le digo que no se inquiete, que seguro no es lo más raro que ha sucedido en su taxi. Mi réplica parece tranquilizarle a la par que suelta su lengua. Dejo de escucharle a los dos minutos. Elijo especular sobre lo primero que pasó por mi cabeza en el momento que ya la había dado por perdida.


Martes

Mi vuelo se ha retrasado cuarenta y cinco minutos. Por megafonía piden disculpas a los pasajeros. Muchos de ellos llevan prácticamente los cuarenta y cinco minutos de pie haciendo cola junto a sus maletas y ninguno, advierto desconcertado, se le ha ocurrido regresar a los asientos y tan sólo esperar.

Este mediodía Lore me llevó a comer al restaurante del Museo del mar, donde lo mejor no es la comida, son las vistas, el espectacular paisaje de la Ría de Vigo. Me ha sorprendido la facilidad con la que hemos conversado, como si no hubiéramos estado sin vernos las caras alrededor de un año. Luego se nos ha unido Kayto y juntos hemos visitado el acuario. La señorita del museo nos explicó algunas cosas curiosas de la fauna del litoral. Disfruté la visita, sin embargo la visión de esa pecera gigantesca y la de sus aletargados habitantes logró entristecerme. A la salida me despedí de Kayto que tenía planes para más tarde y Lore me condujo a casa. Me despedí también de ella.

De camino al aeropuerto apenas he cruzado palabra, la derrota que me contagiaran con su mirada los peces me ha perseguido dentro del coche, ha ido mezclándose con un principio de nostalgia anticipada y una hipótesis de huida posible. La que me permitiría una prolongación de otra vez: las mejores vacaciones del mundo.

No recuerdo si dije: gracias María, gracias chicas… lo escribí y lo puedo decir ahora… aunque en rigor lo que me gustaría decir sería: nos vemos en el Ecos en media hora.


… y jueves.

Cuelgo y largo un joder tan enérgico que el móvil salta de mi mano y se estrella contra la acera. Recojo y monto las piezas a la vez que continúo caminando. Lo enciendo y lo apago en tres ocasiones. Compruebo aliviado que funciona.

Nunca recibo malas noticias, al menos no de esta envergadura. No sé si he mantenido el tipo, el tipo que como mínimo requeriría esta situación. Estar tranquilo, infundir ánimos… No sé si lo he hecho bien. Sé que después de que dijera noventa y nueve por ciento el chiste recurrente que habíamos utilizado las dos semanas previas ha dejado de tener gracia. Docenas de cosas han dejado de tener gracia. En un noventa y nueve por ciento.

Reacciono por fin. Triste, abatido y furioso.