lunes, 14 de septiembre de 2009

Trying to Kill These Vampires


Este soy yo. Tengo doce años y estoy desnudo frente al espejo. Mis padres duermen en la habitación contigua. He cerrado la puerta del baño con el pestillo tratando de realizar el menor ruido posible. Puedo ver mi corazón latir dentro del pecho, ajeno a mí, indiferente a lo que estoy dispuesto a hacer. He cogido unas tijeras del neceser de mi madre, una de esas minúsculas que se utilizan para cortar las pielecitas que afean el contorno de las uñas. Pellizco la yema del dedo índice de la mano izquierda con ellas, las abro y las cierro una y otra vez sobre la carne, evaluando la resistencia de la piel a la presión que yo ejerzo. Aumentándola en cada ocasión, preguntándome si sería capaz de romper la ley natural que nos impele a huir del dolor, a protegernos de él. Considero que si las apretara por accidente con la suficiente fuerza para cortarme no habría violado intencionadamente esa ley y aun sufriendo el mismo efecto continuaría sometido a ella. Por lo tanto debo respirar hondo y cruzar ese límite antes de que sea tarde, antes de que mañana, por ejemplo, me caiga de la bici y me rompa el brazo, antes de que las circunstancias dominen el mismo resultado.

Antes de darme cuenta he oprimido violentamente el filo de las hojas contra la superficie hasta conseguir rozar el hueso con la punta una vez cerradas dentro del dedo. La sangre no ha surgido de inmediato, sino uno o dos segundos después de que retirara las tijeras. Ha brotado una enorme gota en el centro del corte, hinchándose como un globo en la boca de un tarado. Luego, rota la tensión superficial, ha resbalado a través del dedo para salpicar de un rojo febril y oscuro en el blanco inmaculado del lavabo. Y detrás ha aparecido el dolor, un dolor intenso, grosero, extendiéndose desde la extremidad hasta la conciencia como si todo desapareciese con él, como si todo le concerniera a él.

Me he asustado porque la sangre no se ha detenido, mana de la herida igual que agua de un grifo entreabierto. Me pregunto si ha existido alguien que ha muerto desangrado por un corte en el dedo. Me pregunto que podría explicarles a mis padres si uno de ellos llegara a levantarse y me viera allí, desnudo, sujetándome la mano izquierda, mirando como la sangre vertida se va deslizando por la curva del lavabo para desaparecer por el desagüe, imaginando como calienta e ilumina la negrura de las tuberías a su paso, como se mezcla con el agua, el jabón, la suciedad de otros ayeres…



Este soy yo. Tengo treinta y un años y estoy tumbado en la cama. Mantengo los ojos abiertos pero no consigo distinguir nada. Me hallo cubierto por diez mil millones de moléculas que irradian oscuridad. Hay tantas a mí alrededor y permanecen tan próximas unas entre otras que no puedo moverme. Se aprietan de tal manera contra mi cuerpo que pareciera que quisieran atravesarlo. A duras penas me resisto, tratando de inspirar a mi modo, evitando el aire que me abraza sólido como la madera de un ataúd, respirando hacia dentro, hacia el pasado, respirando el oxígeno que no gasté horas antes. Aquí, bajo esta luz opaca lo único que me diferencia de los muebles es la memoria, mi capacidad para recordar acontecimientos pasados y darles una continuidad en el tiempo. No obstante si los perdiera todos no me convertiría en uno de ellos. Y no entiendo muy bien porqué. Aunque perdiera la misma capacidad de recordar tampoco sería uno de ellos, incluso si se detuviera el eterno movimiento del pensar no estaría muerto.

La gente suele identificar la muerte con la aniquilación y por ello la teme, tiene miedo de desaparecer, de no ser más, de dejar de ser uno mismo, de perder la identidad. Pero se puede perder ésta y no estar muerto. Eso no lo piensan, piensan que la muerte es el fin, su fin, el fin personalizado de fulanito de tal, del yo con nombres y apellidos. Lo que no temen es que un día bajen a la calle de camino al trabajo y no recuerden como llegar, que tampoco recuerden como regresar a sus casas. Imaginen que olvidan la ciudad en la que viven, que nombre es el suyo, quiénes son sus amigos, con qué personas no cruzaría ni una palabra. Imaginen que aprietan accidentalmente el botón de resetear en sus conciencias. Dejarían de ser lo que son, comenzarían de nuevo, pero no estarían muertos.



Este soy yo. Tengo sesenta y tres años y estoy bebiendo café para no dormirme esta noche. Podría no dormirme en absoluto, podría estar despierto una semana, pienso que me gustaría. Fabulo. Debería existir un método por el cual fuéramos capaces de ahorrar en nuestros cuerpos el excedente de sueño, de dormida, lo que nos sobra esos días que no nos apetece hacer nada y los pasamos tumbados en el sillón. Debería existir un banco del descanso, en el cual nosotros pudiéramos ir guardando, pieza por pieza, unidad por unidad, todos los minutos que pasamos sin mover un músculo, sin gastar energía… para luego, llegado el momento, estuviera a nuestra disposición cuando lo necesitáramos. ¿Por qué debemos dormir todos los días? ¿Y por qué además comer todos los días? ¿Por qué no es posible ingerir el alimento de toda una semana en uno? Y así olvidarse del desayuno, de la comida, de la cena, de ir a la compra, de buscar las ofertas, de elegir que es lo que te gusta, que es lo que te apetece, de subir a casa cargado y disponerlo todo en nevera y armarios, de verter aceite en una sartén, de encender el fuego, de hervir el agua antes de echar el arroz… ¿no sería mejor dedicarse a ello tan sólo y concienzudamente una vez por mes, por semana como mucho?

La naturaleza posee un carácter cíclico, rutinario, exige unos mínimos diarios a cumplir, y con eso le basta, el superávit se desecha, es desperdiciado, hay conformidad con el suficiente, con un cinco pasas a la siguiente jornada, los ochos y los nueves no son recompensados, de hecho se penalizan, si te pasas debes abonar el sobrante hasta recuperar de nuevo el equilibrio del cinco.

Sería extraordinario disponer de las palabras exactas un día, no de palabras justas sino de palabras deslumbrantes, palabras con la luz excesiva de un sol, palabras que hagan sangrar los oídos, palabras que lo digan todo de una vez y luego callar para siempre. Sí, sí sería extraordinario, por ejemplo, aprobar con notable alto el curso de amar, de follar, de escribir poesía y olvidarse ya de la tarea. Odiar con sobresaliente en un momento dado, con el pelo, con el estomago, con los dientes, odiar insensatamente y más tarde no odiar mas. También pensar, pensar en esto, en aquello, en lo otro, pensar en lo que ha sucedido, en lo que sucede, lo que está por suceder, pensar en qué quiso decir aquel tío con eso de asustar a un notario con un lirio cortado, pensar en buscar trabajo, en mirar la programación de la tele el miércoles, en regar las plantas, en la miradita de esa anciana esta tarde en el metro… pensarlo todo para mañana no pensar en nada. Mirar con una matrícula de honor guardada en el bolsillo, un país nuevo, la exposición de un don nadie, la puesta de sol en el Templo de Debod, mirar a los ojos a alguien y clavarle el alma junto al puesto de periódicos, mirar con lágrimas en los ojos todo el rato, con el fuego del primer instante, o del último. Mirarlo todo y acto seguido ir a la tienda y comprar unas gafas de sol bien oscuras.

Deberíamos poder elegir.