viernes, 16 de diciembre de 2011

Mira el Río que Agua Suena


Antes de pedir nada en la barra he introducido unas monedas en la maquina y he esperado a que cayera un paquete de Winston como podría haberlo hecho unas patatas al jamón. El camarero me pregunta que va a ser, le respondo que un Martini. Debo haber comprado tabaco para mí mismo tres o cuatro veces en toda la vida. Creo que nunca estuve sobrio. Hasta hoy. Rasgo la envoltura, saco un cigarro y salgo a la calle.

Recuerdo mi primer cigarrillo con doce años. Coincidiríamos alrededor de siete criajos sin todavía un pelo en las pelotas pretendiendo dárnoslas de hombres. El benjamín de la pandilla escamoteó un paquete a su padre y nos repartió un pitillo a cada uno. Ya en aquel tiempo estaba tan influenciado por las campañas anti tabaquistas que ni siquiera me atreví a pegarle una calada de verdad. Soplaba el cigarro para que se consumiera y así los demás no se pensaran que era un calzonazos.

La chica a la que pido fuego dice que me quede el mechero, que a ella no le hace falta. Sonríe y me enseña dos encendedores más. Atino un gracias y no al mismo tiempo le devuelvo la sonrisa. Me digo que sería gracioso que habiendo prohibido fumar en casi todos los lados me pusiera a hacerlo yo ahora.

Esto sucedió hace poco menos de un año. Antes de ser feliz. Aguardaba en un bar frente al portal de una de mis mejores amigas por si reunía el coraje suficiente para irrumpir en la monotonía de los lunes y pedir perdón. Cuando el perdón no es concedido como consecuencia del sentido exacto de la culpa el tiempo intermedia de tal manera que al final se ha de conformar el responsable simplemente con la indulgencia que puede concederse a sí mismo. Algo de ello tuve que comprender entonces, algo que me impelió a tirar el cigarrillo y regresar a casa. En el fondo no necesitaba recuperar una amistad, ya la había asimilado como perdida, residía en mí sin embargo la aspiración mezquina de reparar el perfil moral de buen tipo que siempre había presupuesto.

El camino de vuelta fue triste porque pensé recuerdos felices. Recordé la noche en que nos conocimos. Entró en el bar con una amiga y un pirado que las acompañaba. El pirado se acercó a la barra y me pidió papel y boli. Al entregárselo se percató de un taco de hojitas amarillas de comandero garabateadas. Me preguntó si los dibujos los había hecho yo. Asentí. Acto seguido bosquejó una caricatura de sí mismo y se la regaló a la dueña. Cuando les llevé las cervezas a la mesa el pirado les dijo a las chicas que yo también dibujaba. Reconocí hacerlo y como me parecía divertida la situación les pregunté si ellas igualmente deseaban un dibujo. Debió imaginar que trataba de ligar con ellas y no quiso mostrarse interesada. Pero luego de que su amiga accediera vino a la barra a pedirme uno. No había realizado un dibujo expresamente para ella no obstante al preguntarme respondí que sí.

Escucharon parte del concierto y se marcharon. Nos hallábamos cerrando el garito cuando volvieron aparecer. Como estaba lloviendo me propusieron un trato. Podrían guarecerse bajo mi paraguas a cambio de una invitación a desayunar un plato de pasta. Acepté. El pirado ya no andaba con ellas pero apareció al poco en la casa escoltado por su camello. Estaba liado con la chica de gafas que no le prestó atención por razones que luego me explicaron. El tío se sintió ofendido y montó una ridícula escena de amante agraviado. Mi nueva amiga y yo observamos desde la puerta de la calle en una inesperada complicidad y sin apenas poder contener la carcajada el melodramático adiós que nos ofreció el pirado ya dentro del ascensor y la chica de gafas arrepentida de haber perdido en un juego que ella había procurado la perspectiva de dormir caliente aquel final de noche.


Unos meses después nadie en rigor instó del otro una rehabilitación de la amistad, sino que fue la inercia de la deuda emocional con el pasado la que provocó el acercamiento. Presumo que lo notó. Que ya ni siquiera precisaba “perdonarme”, tan solo resarcir a la memoria con una cuota de lo que fuimos, quien sabe si también ampararnos en una despedida educada, o en un tizne de cariño. Supongo que lo hizo, supongo porque no lo sé, porque la mayor parte de la gente no nota ni entiende nada, a lo sumo los golpes del eco de sus propias voces.



martes, 8 de noviembre de 2011

One Billion Pictures Taken


PORTO

El hombre nos indica que una vez pasado el jardín la primera a la derecha es la Avenida Fernão de Magalhãnes. Ya habíamos pasado por ella pero no nos percatamos que era la calle que andábamos buscando. Presiono con fuerza los músculos del cuello, en la hora y poco que dura el trayecto hasta Oporto mi cabeza ha oscilado sin control como un péndulo en las manos de un demente. Noto la rigidez y el dolor que se extienden desde la nuca hasta la punta del codo. N tampoco ha dormido, acaso unos minutos en mi cama cuando fuimos a recoger un importantísimo en apariencia cargador de móvil y un cepillo de dientes.

Tras la puerta accedemos a un estrecho pasillo en el cual un sensor de movimiento hace saltar un tono avisando de nuestra llegada, suena varias veces sin que aparezca nadie a recibirnos. Una mujer menuda, metro sesenta, gafas de gruesos lentes y un delantal a cuadros está escuchando música con uno de esos auriculares de almohadillas naranjas que se utilizaban hace treinta años, permanece absorta mientras limpia una de las habitaciones del hotel. He subido al primer piso consumida ya nuestra frágil paciencia, llamo su atención. Se quita los auriculares y me mira pasmada, como si no entendiera cual es el objeto de mi demanda. Le repito que tenemos una reserva para el día de hoy. Sin salir de su estado de estupefacción se disculpa por no habernos escuchado al entrar y se dirige al tosco mostrador de recepción. Saca un archivador y comienza a pasar lentamente las hojas como si se tratara de un códice milenario al que por primera vez tiene acceso. Subrayo de nuevo el día de la reserva y el nombre de N. Ella no me entiende o no me hace caso. Pregunta si soy un tal Leonardo No-se-qué, si quiero la suite romántica. Ante mi negativa insiste. ¿Habitación normal, no suite romántica? Estoy a un tris de hacerme pasar por el tal Leonardo. No suite romántica coreamos N y yo. Pago la noche por adelantado después de persuadirla que nos cobrara el precio estipulado en internet. Ante su pasividad y con algo de desconfianza le pido que me dé una factura. Sorprendentemente me alcanza el formulario y me insta a que lo rellene yo mismo. Un poco arrepentido por no haberme aprovechado en ningún momento de esta situación absurda escribo en el campo destinado a la profesión un ridículo escritor.


CARDIELOS

Bajamos de Santa Luzia completamente ateridos, la bruma ha invadido el santuario forzando nuestra huida hacia un territorio más de acorde con las chanclas y los trajes de baño. Pese al oportuno repliegue N permanece arrebujada en la toalla. Le pregunto si todavía tiene frío. Asiente con la cabeza. La tumbo sobre la arena y trato de hacerle cosquillas. Se defiende y se ríe. La abrazo. Bromeo con la posibilidad de darnos un chapuzón. Responde que no con una sonrisa, que va a dar un paseo. La contemplo alejarse. Tomo fotos de ella arropada con la toalla frente al mar. Jugueteo con el anillo que compramos en una joyería de Oporto justo antes de irnos. Lo hago girar en mi dedo. Lo deslizo hasta la cabeza de la falange buscando una imposible marca de sol. Nunca antes había llevado un anillo, pienso que debería notarme extraño por llevarlo pero no es así como me siento. Vuelvo a encajarlo en su lugar y expongo la mano al sol.


VIANA DO CASTELO

Mi manía de no conformarme con lo primero que veo nos ha llevado a recorrer la mitad del pueblo en busca de un restaurante que cumpla con mis exigencias. N me quiere matar cuando sugiero la posibilidad de regresar al primero con el que nos tropezamos. El chico que nos atiende no creo supere los veinte años de edad, sonríe sin parar y se muestra servicial con nosotros. Le pedimos que nos recomiende un vino blanco de la carta puesto que desconocemos la totalidad. Al traérnoslo hace una pequeña e ingenua exhibición, abre ceremoniosamente la botella y sirve un poco en la copa de N. Ella toma un sorbo, da su beneplácito un tanto avergonzada. Alcanzo su mano a través del mantel, la comprimo cariñosamente. Quiero decirle cuán hermosa luce esta noche, cómo el rubor que ha inflamado su rostro torna las cosas más admirables, los silencios más precisos, el ámbito más cálido… Ruego porque mi mano sepa transmitirle todo lo que mis palabras no sabrían hacer de la manera merecida.

Salimos contagiados de la simpatía del camarero, satisfechos con nuestra velada pero renuentes a darla por concluida. Derivamos de la línea recta hasta el coche un paseo condescendiente, caprichoso que nos impulsará hacia un regalo inesperado. En una placita se apiñan en semicírculo como si de un modesto teatro romano se tratara alrededor de un centenar de personas. Escuchan con gran atención la voz de una cantante de fados. Aun ajenos al significado emocional de las canciones la interpretación de la fadista consigue que compartamos el mismo sentido de gozo y correspondencia que están experimentando los lugareños. N y yo bailamos entre el público, en una especie de esfera invisible y privada, una pompa de jabón que nos eleva cuarenta y cinco centímetros por encima de los demás. Induzco que si hiciera este viaje en otras circunstancias y no aquí, ahora y en compañía de N posiblemente habría anotado este concierto fortuito como una simple curiosidad en el anecdotario de viaje, habría perdido el alcance mágico del instante, toda su magnitud y fuerza se hubieran diluido en la complacencia natural del ego. Comprendo esto. Hasta qué punto el valor de lo bello lo es más gracias a N. Detengo el baile. Beso a N.


VIGO

Se escuchan voces fuera, hablan muy alto y ríen. Al poco tocan a la puerta. Recompongo mis ropas y salimos del baño. Son cuatro, nos miran abandonar el bar con un veinticinco por ciento menos de descaro. Aprieto fuerte la mano de N, la estrecho contra mí y echamos a andar Churruca arriba en busca del coche que hemos dejado en zona de carga y descarga. Voy un poco borracho, bastante feliz e inconcebiblemente más joven y apasionado de lo que podría haber aventurado en toda mi vida. Solo hemos tomado una copa en La Iguana y un chupito, no hay muchas más opciones un miércoles por la noche. María, Félix y Berto no se han apuntado, cada uno ha argüido un deber diferente para con el día de mañana. N y yo no los tenemos, estamos de vacaciones, nuestro único deber es pasárnoslo bien. Y esta noche nos resta todavía un sesenta y cinco por ciento más de efervescencia para cumplirlo.


CANGAS

N camina a mi lado cuidando de no introducir los pies en el agua. María le ha hablado de la temible picadura de las fanecas y prefiere no arriesgarse. Más ha sido el aguijón glacial de la ría lo que la ha prevenido primero. Habremos recorrido un centenar de metros cuando María nos da alcance y pregunta si puede unirse a nosotros. Expreso mis dudas respecto a dejar nuestras pertenencias sin nadie que las custodie. Dice que no me preocupe, que esta es una playa familiar, aquí no se roba.

Avanzamos por la orilla, sorteando a bañistas que juegan con las palas o a los que como nosotros el sol ha despegado de sus toallas. No hablamos de nada en concreto, a menudo franqueamos el tránsito que hay de la conversación al mutismo sin que intermedie otro criterio que la propia belleza del lugar. El final de la ensenada lo marca el codo que se cierra en ángulo recto hasta Punta Fuxiño y la pared de roca que nos impone el regreso al punto de partida. Asumo que los destellos argénteos en la arena se deben a los finos restos de nácar que el mar ha obtenido pulverizando las conchas de las que formaban parte en su taller de miles de años. María está de acuerdo conmigo pero no tiene la completa certidumbre de que esté en lo cierto. Mantengo la vista pegada al suelo, dejo que la refulgencia de la arena me hipnotice, la luz progresando por mis poros, alimentando el fondo de la piel, un poco más allá del músculo, dónde se confunde pensamiento y sentido, el mismo que hace del tacto de la mano de N una presencia interna, a su modo, y también, más allá de la base física y de su proyección en el tiempo.

Puntual acude el gravamen de las palabras, en su ansía por anclar el momento a la estructura preceptiva del lenguaje y así aquél representado poder localizarlo en el mapa de la experiencia. Pero rechazo la voz, me resisto por un segundo a que el brillo que ha profundizado en mí sea devorado por un significado ajeno, contengo mi zancada en esta arena de miles de años y permanezco en la justa extensión del instante con una sonrisa indestructible en la cara.


COMPOSTELA

Volvemos de poner el ticket del parquímetro y es la cuarta vez que pasamos por la rúa Concepción Arenal. Somos incapaces de no entrar a curiosear en la tienda O Gato Cósmico que ya nos había llamado la atención en un primer momento. Después de inspeccionar pulgada por pulgada todos los curiosos artículos a la venta N se decide por las cámaras de papel y una réflex de plástico. Cómo no me quiero ir de vacío y las camisetas no me terminan de convencer le pido que me regale una de las que ha seleccionado.

Bajamos hasta el parque de La Alameda, elegimos uno de los bancos del paseo y posamos con nuestras nuevas adquisiciones. Mientras saco las fotografías pienso en las que tomé de N hace un rato en una de las galerías del Palacio de Gelmírez. Donde la iluminación, la textura de la roca, el ángulo del objetivo, el grácil gesto y lánguido de N… todo ello confluyendo en un mismo punto para crear una imagen perfecta, una milésima de segundo de vida capturada en un jpg de una cámara doméstica.


BRAGA

Me he quedado solo frente a seis diferentes tipos de ítems para desayunar. N apenas ha probado el café y ha vuelto a sentirse mal. Ha subido a la habitación y se ha tumbado en la cama. Engullo con cierto apresuramiento sándwich, crepe y gofre, bebo el zumo de naranja, envuelvo parte del sándwich que N no ha comido y pido un vaso de agua. Me detengo, dejo que mi estomago asimile tamaño atracón. La camarera que nos ha sorprendido con la posibilidad de elegir cuatro artículos de desayuno por dos euros con cincuenta es la misma que ayer en la noche nos confirmara que la heladería en la que está trabajando también es un hotel. Habla con su compañera, aprovechan la eventual inactividad para tomar algo. Parece al borde de la extenuación. Probablemente no haya dormido más de cinco horas.

Contemplo el despertar anémico del domingo, el inconstante arrastre de los transeúntes de escaparate en escaparte. Una familia portuguesa se sienta en la mesa de al lado. El niño mira la carta y se la tiende a su padre, éste no demasiado convencido se la pasa a su mujer y así hasta que vuelve a manos del niño. No hablan mucho, pese a todo me molestan, desearía que hubieran seguido su camino.

Subo a la habitación. N no se encuentra mejor, aun así espera que podamos continuar con la ruta que nos marcamos antes del viaje. Insisto en que permanezcamos en Braga hasta que se recupere. Me responde que si no mejora nos quedaremos. Pero sé que no vamos a quedarnos. El modo en que lo ha dicho, como ha bajado la mirada hacia sí, ese algo proveniente de un convencimiento previo mezclado con tal vez una pizca de cabezonería no quiere quedarse, quiere continuar, independientemente de si está bien o no. Ese algo estructura parte del carácter de N, del que advierto una fortaleza y una determinación que tan solo estoy comenzando a vislumbrar.


CALDAS DA RAINHA

Después de un rodeo llego a la farmacia pero la encuentro cerrada, hoy es domingo, casi todo está cerrado en este pueblo, excepto los restaurantes, me detengo en dos de ellos, de esos cutres que me gustan a mí, inspecciono la carta dejándome llevar por la promesa de un plato de pescado grasiento acompañado de guarnición como para alimentar una comparsa de hare-krishnas. Desando el camino y vuelvo a subir por la calle principal. Tropiezo con un Pingo Doce, Portugal está lleno de ellos. Para mi sorpresa se halla abierto. Elijo productos que pienso puedan sentar bien a N, apenas ha comido nada en estos días. A la salida pregunto al de seguridad si sabe dónde puedo encontrar una farmacia. Insiste en algo que ya sé, que es domingo, no obstante pruebo a buscar su indicación. Acierto. La farmacéutica en un inglés macarrónico me explica a qué hora y con qué frecuencia deben tomarse los medicamentos. Le agradezco y regreso al hotel. El recepcionista sigue pegado a su portátil visionando la misma peli que cuando llegamos. Hay algo inquietante en él, en su manera de mirar, en su sonrisa. Un simulacro astuto de amabilidad y nobleza. Debe andar por el ecuador de la treintena, lleva el pelo largo, un poco sucio, gasta ropa vieja, pantalón, camisa y americana de otra década. Le sonrío y pregunto si me puede prestar dos cucharas. Duda un instante pero enmascara su fastidio y me indica que le siga. Comienza a subir las escaleras de dos en dos, incrementando el ritmo a cada tramo, me observo idiota corriendo detrás de él con la bolsa del supermercado en la mano, detengo mi persecución antes de llegar a la última planta. Podría haberme dicho que las cogiera yo mismo, ya sabía donde se encontraban, antes de salir estuve curioseando. Hay un salón en esa última planta, invadido por sillones de tapizado setentero y muebles variopintos con más historia que la democracia portuguesa. Anexo a él un comedor con las mesas listas para el desayuno. El tipo reaparece con las dos cucharas. Me dice que las devuelva mañana y apunta con el dedo su lugar de origen. Le doy las gracias. Entro en la habitación y él baja las escaleras al mismo ritmo entusiasta con el que las había subido. Los dos respiramos aliviados.


SINTRA

Pregunto a N si quiere que salgamos. Me dice que sí. Nos abrimos paso a través de la interminable fila de turistas que venían detrás de nosotros. La gente nos observa con curiosidad, preguntándose por qué apresuramos el paso en dirección contraria al sentido de la visita. Una vez fuera conduzco a N a la terraza de la cafetería, compro una magdalena y una bebida energética. La niebla ha engullido parte del extraordinario paisaje de la sierra de Sintra confiriendo al Palacio da Pena un halo aun mas irreal y fascinante del que ya de por sí ostenta gracias a su peculiar arquitectura.

Desmiga la magdalena llevándose a la boca unos pocos pedazos. Con la misma inapetencia toma un sorbo del vaso y se sume en un angustioso silencio.


LISBOA

Todas las tumbonas alrededor de la piscina están ocupadas. Superado un inicial desencanto nos instalamos en el otro extremo de la terraza del hotel y modificamos sin rubor alguno nuestro plan de achicharrarnos al sol la tarde entera por una animada partida de monopoly. N ha recuperado su habitual buen humor. Me apropio del iphone y la fotografío obsesivamente hasta que un mohín de disgusto en su rostro me invita a continuar con el juego. Me encanta estar aquí, gastando un día en el ático de un hotel jugando al monopoly en vez de estar persiguiendo tranvías o anotando iglesias y monumentos en la ruta de la memoria. Haber recobrado la sonrisa de N ha sido el mejor de los viajes posibles y el mismo sentido de él. Me gustaría fotografiar este instante, pero no con una cámara al uso, no con un artefacto que capturara solamente imágenes sino con uno que permitiera llevarse consigo también el volumen emocional que conferimos a cada experiencia, impregnar en un material mágico la exaltación, el entusiasmo y la alegría de lo que por ejemplo puede comprehender este momento para mí. Conservar el alcance de la emoción de manera completa, no ya a través del recuerdo de la vivencia sino en su conjunto, como si sucediera de nuevo, como si no terminara nunca.

(Fotografías en Facebook)

jueves, 16 de junio de 2011

Primavera Third Pack


Miércoles

No es como otras veces, esa sensación de viaje prácticamente ha desaparecido, aun ya en el aeropuerto, abrochándose el cinturón de seguridad, descontando cada minuto de la hora y poco que dura el trayecto a Barcelona. Tampoco surge al pisar la ciudad después de no haberlo hecho en nueve años, ni siquiera preguntando por la calle poeta cabanyes, subiendo al apartamento, comprobando in situ que luce mucho más acogedor de lo que aparentaba por internet. Hasta las seis de la tarde todo lo que puedas ver o hacer no pasará del mero trámite. Por eso te sientas y esperas, enciendes la televisión, sales al balcón, mandas un impaciente sms a las seis y cuarto.

N te cuenta su periplo de taxis mientras deshace la maleta. Cuando termina la tomas por la cintura y sabes que no vais a llegar en hora al concierto de Echo ni con una máquina del tiempo.

Después de canjear el abono hasta en dos ocasiones os informan que no podréis disfrutar del último concierto de la noche, aforo completo, repiten. Decenas de jóvenes caminando de regreso a sus hostales y una inmensa cola a la entrada del Poble parecen certificar la amenaza. N te mira e infiere que si hay tanta gente esperando es porque cabe todavía la posibilidad de entrar. Y lleva razón.

Comienza a sonar Odessa justo en el instante en el que os decidís a pedir las primeras copas. Te lanzas de la barra hacia el escenario como si Dan Snaith fuera el primo hermano que siempre quisiste tener. N lo hace detrás de ti, con un vaso en cada mano. Bailas y observas a N desentumecerse feliz después de casi cuarenta minutos de espera. No habría sido en absoluto empezar con buen pie si os hubierais perdido esto.


Jueves

Estás tan a gusto paseando de la mano de N por el Raval y el barrio Gótico que te parece infinitamente más atractivo aventurarse a husmear en cada tienda de modernos que comprobar cómo unos cuantos fulanos machacan guitarras, aporrean baterías y se desgañitan ante una muchedumbre de fans enloquecidos. Convences a N de que Moon Duo, Of Montreal y de igual forma P.I.L. no merecen mejor atención que ver morir la tarde en el centro de Barcelona, que si acaso luego Glasser valga tal “sacrificio”. Medio la convences, porque de vuelta en el apartamento eres capaz de escuchar sus pensamientos y has bajado un par de puntos en la nota final.

Una vez dentro del Forum se oyen los berridos de Nick Cave en el escenario principal. Aguantáis dos canciones por el simple hecho de contemplar en vivo a un buen ejemplar del cretácico del post-punk tratando de sobrevivir a sí mismo. No obstante la noche es para Interpol. Aguardáis cerca de una hora a que Paul Banks aparezca en el Llevant sin más alardes que ajustarse la correa de la guitarra antes de ir uno a uno interpretando ortodoxamente todos los temazos de la banda. Bailáis, brincáis, extasiados, os besáis también, liberáis la adrenalina contenida junto a otro millar de personas que salta y grita las canciones con vosotros. Sientes la magia del festival por fin. Quieres más.


Viernes

Viernes es el gran día, apenas unas horas para ultimar la puesta a punto de vuestro disfraz de modernidad, americana, corbatita, vestido de lunares, gafas de pasta, relojes casio… Wolf People toca el temón nada más llegar y de ahí rapidito a coger sitio para The National. Matt Berninger que no había visto tanta gente en su vida sale con una copa de vino, saluda a la concurrencia y piensa para sí que hoy lo tiene que dar todo. Pega un sorbo a la copa, aunque no lo necesita porque ya está borracho, quién sabe si también puesto de qué, escupe sobre el escenario, arranca a cantar como si tratara de expulsar una diabólica divinidad de las amígdalas, Little Faith, Start a War, Terrible Love, Anyones`s Ghost, Squalor Victoria, Brainy, Fake Empire… Se ha contagiado hasta tal punto de su propio enardecimiento que salta del escenario para encaramarse a las vallas de protección y otorgarse un baño de vanidad entre la multitud enfervorecida del mismo modo que lo haría un tío con una banda llamada Guns N’ Roses. Los chavales se encuentran tan agradecidos con el público que regalan cuatro bises. Y el gentío les despide como si hubieran sido ellos los que han ganado la Copa de Europa. Matt Berninger transportándose en su nube comienza a sufrir una afonía que persistirá durante todo el fin de semana.

Antes de que puedas recuperarte hay que descartar a Belle & Sebastian y Low en favor de un Twin Shadow que no defrauda. Después y todavía sin resuello descartar también a Explosions In The Sky y a Deerhunter porque te has obstinado en considerar que los desconocidos Field Music suenan como lo harían los Beattles si fueran unos carrozas y continuaran tocando juntos estilo los Rolling. No tienes ni puta idea si estás o no en lo cierto pero te encantan de todos modos. Como lo hará Pulp tres cuartos de hora después. Uno de los grupos fetiches de tu juventud y que jamás has visto en directo. Tampoco defraudan, cómo podrían. Un seductor Jarvis Cocker oficia los primeros ah, ah… de la noche para deleite del público que le corea y sigue el rollo. No recuerdas con exactitud porque estos mariposones te gustaban tanto hasta que suena Disco 2000, desde ese momento recuperas la memoria sentimental. Algunos en derredor vuestra encienden bengalas y lanzan confetis mientras que cerca de treinta y cinco mil personas danzan y gritan al unísono… I never knew that you'd get married. I would be living down here on my own… on that damp and lonely Thursday years ago… yeah, yeah. Nada logrará superar esto, ni siquiera Common People.

Al llegar al escenario donde está tocando Battles te encuentras totalmente vacío, sin una gota de entusiasmo que gastar más que para apretar tu copa de cartón y sujetar la mano de N.


Sábado

Después de Einstürzende Neubaten y Swans, dejas de empeñar alma, corazón y estomago en el exterior y te centras en lo que has sentido estos días, haces balance del viaje, piensas que acabas de cumplir treinta y tres años y aunque desde hace cinco o seis creías estar de vuelta de todo te sorprendes experimentando emociones de un calibre tan rosáceo que harían sonrojar a cualquier adolescente. Lo peor de todo es que no te avergüenzas, te sientes feliz, indirectamente tal vez culpable de estar apropiándote de un estado de ánimo que nunca te ha pertenecido, pero hasta ahí. Miras a N y no puedes dejar de sonreír, una sonrisa blanda y bobalicona que como ya le has referido antes solo al final del día ha de remitir para descanso de las mandíbulas. Sí, rosa, ligeramente cursi, exacta.

Ayer tuviste un sueño extraño, había un personaje que no eras tú saliendo embarrado del lecho de un río, acunaba en su regazo un considerablemente grande fragmento de roca como si se tratara del objeto más frágil del universo. No sucedía nada más, tan solo el tipo parado frotando de vez en cuando con la manga de su camisa el pedazo de roca. Despertaste y no entendiste porque habías soñado eso. Tardarás dos semanas en hacerlo.


Domingo

N y tú cantáis I Wanna Fall In Love de los BMX Bandits, con los BMX Bandits delante, nadie más lo hace, nadie más ha imprimido la letra de la canción, solo la solista veinte minutos antes de iniciarse el concierto y vosotros. Y vosotros lo hacéis mejor, no os saltáis ninguna estrofa, exhibís mayor ímpetu y desafináis con menor descaro. Ha sido vuestra canción despertador durante una semana y media, ahora os sentís un poco decepcionados, borráis vuestros nombres de la lista de fans y pedís otro ron con coca cola.

Mercury Rev os resarcen. Suenan mágicos, hipnóticos, epatantes… siempre quisiste decir esa palabra: epatante, la dices, abrazas a N, bailas pegado a su espalda, grabas un poco del concierto con el iphone para tener tú propio 9 Songs de bolsillo, besas a N. Lucís tan encantadores que hasta una guiri os pregunta si puede sacaros una foto. Claro que puede. Vuelves a besar a N.


Lunes

Observas el avión de N tras la cristalera de la puerta de embarque, aguarda la autorización de la torre de control que se demora ya treinta minutos para despegar. Te gustaría que se retrasara hasta la hora de tu vuelo, que fuera necesario desembarcar a los pasajeros y que así ninguno de los dos ganara la carrera de las despedidas.

Finalmente el avión cobra movimiento, alza grosero el vuelo, se va… con su desaparición regresa el mismo estado de trámite que advertiste nada más arrancar estas mini vacaciones, las cuatro, cinco o seis horas que te separan para restablecer la felicidad obtenida a su lugar de origen.


miércoles, 23 de febrero de 2011

Golondrinas no son vencejos


Me empuja blandamente con su mano. Me separo para al instante restablecer mi abrazo. Vuelve a empujarme. Doy la vuelta sobre mí mismo y me tumbo de espaldas en la cama. Respiro hondo. Cierro los ojos con fuerza tratando de ceder parte de la madrugada al sueño. Ahora es ella la que me apresa. Se acurruca junto a mí, enlaza una de sus piernas entre las mías y apoya la cabeza sobre mi estomago.

Suena por enésima vez una vieja canción de Bob Dylan en su móvil. Ya no se preocupa por cogerlo. Antes se ha despertado sobresaltada y ha mirado el reloj. Hacía como un par de horas que debería estar trabajando. Se ha incorporado de golpe y de golpe se ha dejado de nuevo caer a la cama. Ha repetido esta operación dos veces, luego se ha agitado nerviosa sin saber qué hacer. La he tranquilizado. Le he dicho que no se preocupe, que todo el mundo se duerme alguna vez, que es bastante común. Me ha mirado con incredulidad y se ha escondido bajo el edredón. También le he dicho que si lo prefiere puede mentir, puede asegurar que está enferma. Antes de contestar ya ha decidido quedarse. Ha mandado un par de mensajes y se ha recostado a mi lado.

Acaricio su hombro, tiene dos golondrinas tatuadas justo debajo de ambas clavículas, le comento que me gustan, que por qué golondrinas. Me responde que las golondrinas son aves migratorias, que se hizo uno de los tatuajes cuando se fue a vivir a Estados Unidos y el otro cuando regresó. Le digo que espero que no viaje mucho. Ella se ríe y se aprieta contra mí. Le pregunto que fue a hacer a Estados Unidos, si le gustó. Me explica que le apasiona viajar, conocer sitios nuevos, gente nueva, que quiere aprender un montón de idiomas. Deslizo mi mano sobre su hombro hasta el pájaro de tinta y la dejo allí, presionando suavemente, buscando algún borde en su plumaje bidimensional.

Cuando era niño pasábamos siempre un mes completo del verano en el pueblo de mi madre. A nuestra casa se accedía a través de un ajustado zaguán de paredes de barro, en él dormitaba un enorme carro de labranza como el esqueleto de una bestia pretérita, lo habían inclinado para que entrara mejor y la tiradera se alzaba hacia arriba hasta tocar la madera del techo. En éste, en una de las vigas anidaban todos los años en época de cría una familia de golondrinas. Después de comer mis padres y mi hermana solían echarse la siesta y como no me dejaban salir a la calle en ese lapso por temor al sol del mediodía yo me quedaba enredando a mis anchas en la casa por una o dos horas. Un día se me ocurrió poner derecho el carro, agarré el cabezal opuesto a la vara que estaba casi pegado al suelo y empujé hacia arriba. Como era muy pesado solo logré inclinarlo sobre su eje unos centímetros. Al ver que no podía moverlo más salté hacia atrás y dejé que recuperara su posición. El extremo de la vara golpeó con violencia contra la viga del techo. Tras el golpe sordo del choque escuché al punto otro más débil y blando. El impacto había provocado que uno de los polluelos cayera del nido. Piaba desesperado, batiendo en el suelo su endeble cuerpecillo. Desperté a mis padres y les pregunté si me lo podía quedar. Me contestaron que seguro se me iba a morir. Que se negaría a comer y moriría. Primero lo subí al carro en un nido improvisado pensando que sus progenitores podrían ocuparse de esa tarea. Pero éstos lo único que hacían era revolotear frenéticos a su alrededor sin atreverse a posarse y darle de comer. Con los días el polluelo estaba muy debilitado y cambié de estrategia. En principio se negaba a comer de mi mano pero al tiempo, bien por desesperación o debilidad, lograba engañarlo administrándole el alimento con unas pinzas de depilar a modo de pico. Cazaba moscas y otros insectos para él. Al poco recuperó la salud y medró su plumaje. Tenía miedo de que escapara así que acostumbré a atarle un cordel en una de las patas sujetando el otro extremo a la zanca de un banco. Un atardecer al regresar de mis juegos el polluelo había desaparecido. La cuerda estaba rota. Pensé que de alguna manera había logrado escapar. Luego mi madre me contó que había encontrado la otra parte de la cuerda con todavía atada a ella la pata de la golondrina arrancada. Lo más seguro es que se la hubiera comido un gato. Yo no la creí. Nunca llegó a enseñarme la pata arrancada de la golondrina, dijo que la tiró a la basura. Durante esa tarde y la siguiente anduve buscando de entre las docenas que gorjeaban balanceándose en los cables de la luz una golondrina con una cuerda atada en la pata.

Retira mi mano del tatuaje, se incorpora y toma asiento en el borde de la cama. Mira hacia la ventana dándome la espalda. La luz de la mañana se filtra por los pequeños orificios de la persiana. Observo mis dedos, como esperando hallarlos manchados de tinta. Ella se vuelve hacia mí y me imita. Frota el pulgar de su mano derecha contra el índice y el corazón. Le sonrío. Luego los lleva hasta el tatuaje que antes he estado acariciando. Rasca con la uña en una de las líneas, al igual que haría si tratara de quitar una pegatina. La piel comienza a enrojecerle. Voy a decirle que pare cuando lo logra. Ha despegado una de las alas. Tira de ella con cuidado de no romperla, desprendiendo lentamente de su piel estirada el resto del cuerpo de la golondrina. Una vez ha acabado la sostiene en la mano durante un rato. La observa atentamente y después me mira. Propone que deberíamos enseñarla a volar. Le replico que es imposible. Las golondrinas bidimensionales no pueden guardar el equilibrio en el aire. Siempre acaban precipitándose al suelo. Ella responde que aun así habría que intentarlo. La deposita en mi mano. Hazlo, me exhorta. Tiene un tacto raro. No pesa, como si sostuviera menos de una servilleta de papel, y al mismo tiempo parece que se adhiriera a la epidermis con la fuerza de cien gravedades. Me muevo hasta la ventana, subo la persiana y la abro. Dejo la golondrina bidimensional en el alfeizar, vuelvo sobre mis pasos y me siento en el borde de la cama.

A cien metros del suelo yo no hubiera distinguido un vencejo de una golondrina si el tío Gregorio no me lo hubiera advertido. Los vencejos no pueden posarse en el suelo porque si lo hicieran no podrían alzar de nuevo el vuelo. Por eso vuelan sin descanso, me explicaba, comen, copulan y aun duermen volando. Si en alguna ocasión atrapas un vencejo o cuidas de uno, continuaba, tienes que subirlo a un tejado alto o al campanario de la iglesia para que consiga impulsarse en el aire. Yo le conté que una vez había cuidado de una golondrina y que nunca pudo volar porque le había atado un cordel a la pata y luego se la comió un gato. Él me dijo que cuando intentamos retener las cosas la mejor cualidad de estas desaparece. No entendí que quiso decir con aquello pero igualmente me entristeció.

No tengo que hacer nada, no tengo que subir a ningún sitio, un golpe de viento la hace saltar de la ventana al vacio. La veo elevarse un segundo y un segundo después caer girando sobre sí misma. No me levanto porque no quiero verla estrellarse contra el pavimento. Permanezco sentado en el borde de la cama, frotando el pulgar contra el índice y el corazón de la mano derecha. A ella no me costaría distinguirla entre las demás aves. Una delgada línea de tinta batiendo sus alas de dos dimensiones en un mundo que no es el suyo.


miércoles, 5 de enero de 2011

a lo cesc gay

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FINALISTAAAAAAAAAAAAAAAAAAAS!!!!!!






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