sábado, 6 de noviembre de 2010

A lo fan


David me dice que los superhéroes son una pandilla de mamarrachos, que sólo se les puede tomar en serio hasta que se disfrazan, que sí, que hasta ahí es divertido. Una vez adquieren sus poderes, la más de las veces gracias a un accidente científico, su motivación para convertirse en paladines del bien proviene de sus deseos de revancha.

- Mira Batman – me explica – Tiene que ver morir a sus padres a manos de unos atracadores para tomar la decisión de dedicar su vasta fortuna en combatir la delincuencia. Y no lo hace porque crea que actúa de modo correcto sino porque en el fondo necesita vengarse.

Yo no pienso que sea para tanto, a la postre llegar a ser un héroe siempre ha necesitado de un destino trágico y tampoco es que David haya leído demasiados cómics.

La primera vez que vi a David no hablamos de superhéroes, ni siquiera hablamos. Vino a ver a una chica que cantaba en el bar donde yo trabajaba. Después del concierto mi compañero Luis le sirvió una copa de vino y me dijo que no se la cobrara, que era un buen tipo. Se sentó en uno de los taburetes aterciopelados de la barra y esperó a que la chica que cantaba se les uniera. Luego de hacerlo los tres charlaron animadamente, intercambiando de paso un buen puñado de chistes sobre gallegos. Por aquel entonces me importaba tres cojones que fuera un buen tipo, yo únicamente realizaba mi trabajo.

Quizá coincidiéramos en alguna que otra circunstancia pero la que recuerdo transcurrió en un bar diferente. La misma chica que cantaba hacía lo propio y nos invitó al concierto. Tanto David como yo éramos los únicos pendejos que no conocíamos a nadie ni queríamos conocer a nadie, sólo matar un par de horas de un total de veinticuatro igual de explícitas y tediosas. Postura que limitaba considerablemente nuestras probabilidades de maniobrar más allá de los cincuenta centímetros de baldosa en un extremo marginado de la barra y que en parte nos hizo sentir obligados a forzar una conversación educada.
David es de esos tipos que al hablar con ellos si has nacido gilipollas aunque te esfuerces en demostrar lo contrario vas a seguir pareciendo un gilipollas. Teniendo esto en cuenta fui bastante cuidadoso, procurando no dar demasiadas pistas al principio, hasta que no recuerdo a santo de qué, posiblemente al alcohol de la tercera copa, citó una o dos frases de Truffaut sobre Hitchcock y me decidí a largar carrete cinéfilo tratando de impresionarle. Puede que funcionara porque gastamos algo más del par de horas presupuestadas al inicio. El barman cerró el garito y nos echó a la calle. Mientras David aguardaba su turno en la cola del baño para echar la última meada antes de regresar a casa yo ya en la calle me preguntaba si esperarle me haría quedar como un gilipollas… o comentar luego que había disfrutado ampliamente de la conversación, o que a ver si nos veíamos por ahí, o que si eso nos dábamos los teléfonos… Todas esas gilipolleces que al terminar la noche podrías decirle a cualquier chica que te gusta para volverla a ver pero que ni se te ocurre soltar a un tío por mucho que te apetezca que sea tu colega, por eso mismo, porque es una gilipollez, y no quieres quedar como un gilipollas.

Después de esto volví a ver a David en muchas otras ocasiones sin embargo no tuve claro que era mi colega hasta bastante más tarde. La chica que cantaba ahora era mi amiga y solía una vez por semana quedar con ella para ver una peli. Hacia el final de la peli después de salir del curro solía aparecer David, ahora su compañero de piso. La peli terminaba, la chica que cantaba salía de la habitación y yo me quedaba hablando con él mientras se echaba un cigarro antes de irse a dormir. El primer día que subí al piso y no buscaba a la chica que cantaba, David arropadito con una manta del ikea calentaba sofá y zapeaba diplomáticamente. Le comenté si le apetecía salir a tomar algo. Llevaba unos días acatarrado y solo disponía de media botella de Aquarius y unas Ruffles al jamón para todo el fin de semana, así que estuve a punto de convencerle. La segunda vez que lo intenté no tuve que afanarme, al momento se cambió de ropa, agarró el abrigo y bajamos al Lamiak.

Hace unos meses luego de gandulear como siempre por la Latina subimos a casa y me manifiestó su preocupación. Uno de sus testículos no lucía con normalidad, aparentaba rigidez y se notaba duro al tacto. Automáticamente adulteramos la seriedad del asunto encadenando un buen número de chistes relacionados con el cáncer, desde los seis tours de Armstrong hasta el humor negro de peor gusto. Después de agotar el arsenal me puse serio y le insistí para que no lo dejara pasar, que al día siguiente pidiera cita con el médico. No me hizo caso. Esperó casi dos semanas para hacerlo. El diagnostico confirmó nuestro humorado presagio.

El cáncer es una gota más en un vaso de infortunios ya colmado mucho antes. Un vaso que por la mitad a cualquiera hubiera bastado para excusar un comportamiento capullístico de record guiness, pero que a David parece embellecer y reforzarle. No creo haber conocido a una persona con la integridad de David. Esa capacidad suya de mirar el momento y evaluarlo desde el lado más ecuánime, de reconocer sus errores, de justificar los de los demás y de hacerlo con más razones cada vez…

Tampoco creo haber escuchado nunca a David soltar una frase gastada, algo que podría decirme mi vecina del tercero, mi padre o un premio nobel de física… así que no me arriesgaré yo a hacerlo aunque sea para agasajarle.

Sé que a David no le gustaría ser un superhéroe, simplemente porque los superhéroes no tienen sentido del humor.

sábado, 28 de agosto de 2010

Bañeras, albóndigas y tazas de té

Martes

Es la primera vez que camino a solas por estas calles, la primera vez de unos intermitentes tres años que tengo la oportunidad de habitarlas por mí mismo. Pienso que debería sentirme triste, abatido, furioso… o reaccionar emocionalmente de alguna manera. No lo hago, si lo hiciera estaría comprando una mentira en mi propio espectáculo, una mentira que preferiría invertir en alimentar por unos minutos la ilusión de que pertenezco a esta ciudad, que ella me pertenece. Deambulo tranquilo, Urzáiz arriba, saboreando el silencio ganado a los que han de levantarse en apenas unas horas. Imagino que yo como ellos mañana tengo un objetivo cotidiano marcado con rotulador rojo en el calendario de los propósitos.

Acabo de dejar a David recostado sobre su maleta en uno de los bancos del embarcadero. Después de terminar nuestros bocadillos también ha cesado la necesidad de continuar hablando, y el sueño ha ido a ocupar el lugar del silencio creado.

Cuando vivía en Inglaterra luego de que Marty y el otro chico surafricano se fueran vino a trabajar con nosotros Steve. Lo primero que hizo nada más llegar fue instalar la televisión que había traído de su casa y ponerse a jugar a la PlayStation. Su aspecto era el típico del hooligan desempleado y bonachón que antepondría el futbol y la cerveza por encima de las demás cosas, excepto, en caso de Steve, el té. Steve adoraba el té y adoraba tomarlo en una taza color chocolate que había traído también de su hogar, en Sunderland. Aseguraba que en ella el té sabía mejor. Andy era otro muchacho que trabajaba en el hotel, llegó después de Steve y en seguida se hicieron amigos porque los dos aun sin haberse conocido provenían del mismo barrio. A ambos les apasionaba el fútbol, la cerveza y jugar con la “Play”. Podían pasar tardes enteras sin salir de la habitación. Como Andy solía burlarse de Steve porque estaba gordo, éste se resarcía dándole autenticas palizas al “Fifa”, lo que generaba continuos piques; en uno de ellos Andy rompió la taza color chocolate de Steve y éste se disgustó muchísimo. Andy arrepentido juntó los pedazos y los unió con pegamento. Steve en dos días comenzó a echar de menos sus interminables partidas con su colega y olvidó el incidente. La taza recuperó su lugar en una de las alacenas de la cocina pero Steve no volvió a utilizarla.

He despertado con la imagen de la taza recompuesta de Steve en mi cabeza, con una estúpida pulsión de regresar en el tiempo y poner a salvo la dichosa taza antes de que nada de todo esto ocurriera.


Miércoles

Está sentada en una de las mesas de la abarrotada terraza con otras dos personas. No nos espera, por eso al vernos se levanta sorprendida y nos brinda una espléndida sonrisa y un abrazo. Saco de la bolsa su regalo escoltando el gesto con un feliz cumpleaños. Lo desenvuelve cuidadosamente y después de mostrárselo a los demás lo resguarda junto con los otros en una esquina de la mesa. Parece cansada, observo sus ojeras perennes, más marcadas que de costumbre; aun así luce tan fascinante y hermosa como siempre.

Bebo mi segundo Martini mientras la conversación continua sin dueño brincando de un tema a otro. Visualizo cada una de las palabras danzando mansamente sobre mis párpados, induciéndome poco a poco a una extraña categoría de hipnosis.

A esas palabras que habían cobrado movimiento y forma se les han ido añadiendo otras microscópicas que van tironeándome de la piel con sus minúsculas manitas, empujan hacia dentro, atravesando el músculo hasta llegar al hueso y luego un poco más; todas hacia un mismo punto, estirando desde las uñas de los pies o el cartílago de las orejas hasta un vórtice indefinido debajo de la clavícula izquierda. Dado que no me duele las dejo hacer. Contemplo cómo me desvanezco, como mis miembros van adquiriendo la cualidad de lo invisible. Estoy a punto de desaparecer cuando María me pesca.

- ¿Qué te pasa? – me pregunta – ¿por qué estás tan callado?
- Nada. – miento – No me pasa nada.


Jueves

Hay demasiada luz para seguir durmiendo, aun con el brazo sobre los ojos la distingo ocupando y confiriendo volumen a los muebles del salón. Me levanto y pliego el sofá cama. Voy colocando todo tal y como recordaba haberlo encontrado la noche anterior. Me dirijo después a la cocina, friego los platos sucios de la cena y busco algo para desayunar en la nevera. Me apetecería comer un yogur o tal vez un poco de fruta. Bajo al supermercado, aprovecho para comprar los ingredientes de esa paella que hace seis meses prometí que haría. En el exterior hace mucho calor, de vuelta en el ascensor noto mi camiseta pegada a la espalda por la transpiración. Lo primero que hago ya en casa es meterme en la ducha. Extiendo la cortina de baño y abro con cautela el grifo de agua caliente. Gradualmente combino también el de agua fría para buscar la temperatura adecuada. Sin embargo no lo consigo. En este grifo parece existir un tope doméstico, el cual una vez traspasado confiere a la ducha una presión tal que nada tiene que envidiar a los cañones de agua que utiliza la policía en las manifestaciones. Pero si lo cierro por debajo de ese tope para que la presión disminuya no logro el caudal suficiente para enfriar el agua que prácticamente hierve en el otro grifo. Decido que prefiero arriesgarme a perder un ojo antes que cocinarme vivo. Como los mantengo bien cerrados para evitar lo primero no me doy cuenta que de a poco la presión del agua va desplazando en su soporte la alcachofa de la ducha hasta colocarla en posición vertical. Cuando lo hago la columna de agua arrecia contra la pared de enfrente. Salgo de la ducha y achico el agua del suelo inundado. Las bañeras de María no se llevan bien conmigo.


Viernes

Lola sube a mi regazo en busca de mimos. Se los dispenso mientras mi mano izquierda continua jugueteando con el mando a distancia. Miro la hora, todavía falta un buen rato para que llegue María del trabajo. La gata pronto se cansa de mis caricias y salta elegantemente del sofá en busca de un rincón más fresco. La imito. Apago la tele y salgo a la terraza.

“No hay nada peor que hacer sentir a un amigo que no es suficiente”. Fue una de las frases que anoche dijo María en nuestra larga conversación. Parecería irónico que yo con lo listo que me considero nunca antes lo hubiera pensado, nunca lo viera de ese modo; la amistad desde el otro lado, el lado del otro. Más que irónico habría que decir temerario, necio o incluso frívolo si se tiene en cuenta mi expediente. Hasta cierto punto he sido durante toda mi vida un especialista en convertir las fiestas en funerales sin importarme demasiado quiénes estaban a mí alrededor y de qué manera podría afectarles. Esos momentos en la noche por ejemplo, que ando por mi tercera copa y el alcohol no ha logrado hacer efecto, en los que rodeado de gente pasándoselo bien pierdo por despiste el tren de la euforia… es ahí cuando ya sin hacer pie me acomete un acceso de histerismo dramático y autocomplaciente, donde toda la tristeza del mundo pasa a ser de mi propiedad, eclipsando per se al mundo del que vino y en concreto a las personas que están a mi lado. Lo grave es que esas personas suelen ser mis amigos, que me ven alejarme compungido sin poder hacer nada, como si su alegría no fuese suficiente, como si su amistad no fuese válida. Sí, es injusto, y lo es más porque ni siquiera lo había tenido en cuenta, no de ese modo.


Sábado

Escucho a una divertida María relatar parte de los acontecimientos de la noche que mi memoria ha pasado por alto. Cuando ayer le dije que quería quemar Vigo no me imaginaba que antes de eso el garrafón de sus garitos me quemaría el cerebro. Recién levantados de una dilatada y merecida siesta rehacemos los planes de la tarde. Calcula que disponemos de más o menos dos horas para realizarlos todos. Ir a la oficina de Correos por cuarta vez en la semana, pasar por el estanco y comprar lo necesario para en la cena disfrutar de las mejores albóndigas del mundo.

Cumplimos de sobra. El tiempo extra lo gastamos en un rincón del barrio de Bouzas, la taberna O’ Peirao, todo un descubrimiento, con martinis en vaso de tubo por encima del cuarto hielo a uno noventa. En el interior un grupo de parroquianos se ha arrancado a cantar canciones populares. María no entiende por qué estoy tan sorprendido, me pregunta si en Madrid de vez en cuando no sucede lo mismo. Le contesto que no. Escuchamos en silencio su improvisado repertorio mientras la luz del día va revistiéndose del color de la roca.

De vuelta en casa constato que, en efecto, las albóndigas de María son las mejores del mundo.


Domingo

No tengo prisa por entrar en el mar, los mejillones de la feria y la zorza todavía se disputan parte de mi estómago. Me conformo con observar a los demás bañarse en él. Pienso en los amigos de María, cada cual más distinto que el otro y sin embargo prevalece en ellos una facilidad en el trato envidiable. Presumo que si les preguntara por separado que esperan de la amistad del otro cada uno me daría una respuesta diferente, no obstante en la práctica, en el día a día nadie podría afirmar que no comparten una misma definición.

Me pregunto que tienen ellos que me falta a mí. Casi al punto la pregunta se responde por sí sola. Equilibrio. Yo poseo un buen concepto de amistad, no hay nada de malo en él. Ellos también disponen de uno, y es diferente al mío porque yo soy y pienso distinto a ellos. A su vez ellos son distintos y tienen maneras de pensar distintas, y al igual que no existen dos patrones totalmente idénticos en este mundo tampoco sus conceptos de amistad han de ser exactos. Pero al ponerlos en práctica tienden hacia un equilibrio, uniéndose por lo que procuran en común y no por lo que divergen. Debe ser esa la manera entonces, concluyo precipitadamente, alimentar el propio de lo que tomamos del de los demás, enriquecerlo, medrar.

Dejo las indagaciones extemporáneas a un lado porque el sol me está achicharrando la espalda. Me sumerjo centímetro a centímetro en las frías aguas de la ría, redimen al instante el complejo de culpa que mi errabundo discurrir me ha provocado.

Porque también supongo habrá diferentes grados de equilibrio, algunos más íntegros, algunos más precarios y otros, imposibles, como diría el amigo Ferreiro.


Lunes

Nos sentamos en una terraza cerca del embarcadero. Pedimos un café y una coca cola mientras esperamos el ferry que nos trasladará a Cangas. Es extraño ver a Elena aquí, en una ciudad a la que indefectiblemente tengo asociados rostros que pertenecen con exclusividad a este lugar. Una ciudad que por hábito consigno a la acción de visitar, no a la de ser visitado.

En Cangas nos reunimos con Pato que nos espera sentada como de costumbre en La Marina. Las chicas congenian al momento. Charlan distendidas de sus espacios, raíces y recuerdos. Luego Pato se ofrece como guía y nos lleva hasta el antiguo complejo industrial de la conservera Massó, cuya nave central ahora abandonada se asemeja más al gigantesco y descarnado vientre de una ballena varada en la orilla que a una factoría. Ballenas que Pato recuerda vívidamente de su infancia, despiezadas en el muelle de la conservera y convertidas en aceite. Explica como el mar se teñía de rojo y el aire avinagrado debido a las emanaciones de la ballena se tornaba irrespirable.

Nuestra mini excursión finaliza en un incongruente estanque de agua dulce a dos pasos de la costa. Luego desandamos el camino de vuelta al núcleo urbano. Elena nos deja un rato después, debe tomar el autobús que la llevará a casa, hacia la ría de Aldán. Pato también me abandona, se encuentra algo cansada y mañana debe levantarse temprano. La acompaño. Ya en el portal nos despedimos hasta el año que viene.

Como falta poco más de una hora para que salga el último ferry a Vigo resuelvo apurar el tiempo que me resta dando una vuelta por el paseo marítimo. Me detengo antes de llegar a la playa de Rodeira y me siento en uno de los enormes bloques de piedra que componen el rompeolas. Me descalzo y quedo contemplando como la luz al menguar su intensidad va confiriendo a un mar que se me antoja sólido una modulación desigual.

Al incorporarme deslizo sin querer una de las alpargatas con el pie, cae por entre las rocas fuera de mi alcance. Me percato de inmediato que no voy a poder recuperarla así que tomo la que me queda en la mano y camino descalzo hacia el muelle. Las alpargatas habían estado toda la semana conmigo, cobijando mis pies, y en todo ese tiempo no les presté el mínimo cuidado, en cambio ahora después de pisar un par de vidrios con el pie desnudo se me antojan el artículo más importante e imprescindible de la creación.

Como todo en la vida, supongo, no se aprecia realmente lo que uno tiene hasta que se pierde.

En Vigo el taxista me pregunta entre jovial y preocupado si tengo pensado pagarle la carrera. Al verme caminar descalzo por la ciudad, me aclara, lo primero que se le ha pasado por la cabeza es que si no tengo dinero para conseguir unos zapatos tampoco lo tendría para abonar el servicio. Le digo que no se inquiete, que seguro no es lo más raro que ha sucedido en su taxi. Mi réplica parece tranquilizarle a la par que suelta su lengua. Dejo de escucharle a los dos minutos. Elijo especular sobre lo primero que pasó por mi cabeza en el momento que ya la había dado por perdida.


Martes

Mi vuelo se ha retrasado cuarenta y cinco minutos. Por megafonía piden disculpas a los pasajeros. Muchos de ellos llevan prácticamente los cuarenta y cinco minutos de pie haciendo cola junto a sus maletas y ninguno, advierto desconcertado, se le ha ocurrido regresar a los asientos y tan sólo esperar.

Este mediodía Lore me llevó a comer al restaurante del Museo del mar, donde lo mejor no es la comida, son las vistas, el espectacular paisaje de la Ría de Vigo. Me ha sorprendido la facilidad con la que hemos conversado, como si no hubiéramos estado sin vernos las caras alrededor de un año. Luego se nos ha unido Kayto y juntos hemos visitado el acuario. La señorita del museo nos explicó algunas cosas curiosas de la fauna del litoral. Disfruté la visita, sin embargo la visión de esa pecera gigantesca y la de sus aletargados habitantes logró entristecerme. A la salida me despedí de Kayto que tenía planes para más tarde y Lore me condujo a casa. Me despedí también de ella.

De camino al aeropuerto apenas he cruzado palabra, la derrota que me contagiaran con su mirada los peces me ha perseguido dentro del coche, ha ido mezclándose con un principio de nostalgia anticipada y una hipótesis de huida posible. La que me permitiría una prolongación de otra vez: las mejores vacaciones del mundo.

No recuerdo si dije: gracias María, gracias chicas… lo escribí y lo puedo decir ahora… aunque en rigor lo que me gustaría decir sería: nos vemos en el Ecos en media hora.


… y jueves.

Cuelgo y largo un joder tan enérgico que el móvil salta de mi mano y se estrella contra la acera. Recojo y monto las piezas a la vez que continúo caminando. Lo enciendo y lo apago en tres ocasiones. Compruebo aliviado que funciona.

Nunca recibo malas noticias, al menos no de esta envergadura. No sé si he mantenido el tipo, el tipo que como mínimo requeriría esta situación. Estar tranquilo, infundir ánimos… No sé si lo he hecho bien. Sé que después de que dijera noventa y nueve por ciento el chiste recurrente que habíamos utilizado las dos semanas previas ha dejado de tener gracia. Docenas de cosas han dejado de tener gracia. En un noventa y nueve por ciento.

Reacciono por fin. Triste, abatido y furioso.

jueves, 8 de julio de 2010

...olvidamos a Winona

1
Mi madre dice niño ya está bien. Entra en el cuarto, me mira con la cara tiesa, luego sale y apaga la luz. Mi madre dice sal a la calle que hace buen día.

La escucho hablar sola en la cocina, moviendo cacharros de un lado a otro. Subo el volumen de la radio. Me encanta este programa, dan viejas canciones de los ochenta que no conozco, suena Electricity de OMD, cabeceo al ritmo de la música y sigo dibujando.

De la calle llegan mi hermana y su amiga Sandra. Se sirven unos refrescos y entran en la habitación de al lado. También las escucho a ellas. Hablan del nuevo cuatrimestre en la universidad, de lo mal que está todo, de cómo van a hacer para conseguir un trabajo cuando terminen, hablan de la “Generación X”. Yo no sé que es la Generación X pero suena bien y me gustaría formar parte de la misma.

Sandra golpea suavemente la puerta abierta y me sonríe. Pregunta si puede entrar, le digo que claro. Me gusta Sandra, ella no es muy guapa, está un poco gorda, tiene bigote, y se viste con ropa vieja y demasiado ancha. Pero siempre que viene me trae algo. Hoy ha sacado de su bolso dos nuevos números de Xenon y otros dos de Crying Freeman, de este último me advierte que carga alguna viñeta subida de tono, que mejor no lo deje tirado por ahí, sonríe. Yo no tengo dinero para comprarme cómics, sino fuera por ella todavía continuaría releyendo mis roñosos tebeos de los X-Men. Charlamos durante horas, le enseño mis dibujos, mis primeros intentos de construir un cómic. Ella los mira y los remira. Luego critica algún asunto sin darle demasiada importancia, animándome al punto a continuar con la historia. A veces se hace demasiado tarde, entonces repara angustiada en la hora y se levanta para despedirse. Odia que esto suceda. Cuando mi madre termina de preparar la cena la obliga a quedarse. Es algo maniática con eso de las comidas, sólo come ciertos alimentos y en determinado orden, las tortillas de patata y embutidos de mi madre rompen de una patada todos sus ritos digestivos. Como no quiere menospreciar la comida que le ofrecen prueba un poco de cada cosa para al rato excusarse con que está llena. Observo su cara de sufrimiento y me burlo de ella con la espontaneidad ridícula de mis quince años. Ella pone la cara como si me odiara. Sonrío.


2Seis meses después dejo caer la linterna al suelo y sofoco una carcajada de entusiasmo aplastando mi rostro contra la almohada. He terminado de leer Cien años de soledad y acabo de perder el miedo a la literatura “seria”.

Cuando me calmo compruebo que no haya roto la linterna, aquí arriba, en esta parte de la casa no hay luz eléctrica y si me la hubiese cargado me llevaría una buena bronca. Hace un par de veranos que elegí dormir aquí mientras duraran nuestras vacaciones en el pueblo, separado del resto de mi familia que descansan al otro lado del patio. Los antiguos hogares rurales solían estar divididos en dos departamentos, uno para su uso como vivienda y otro para su utilización en las diferentes labores del campo. En el tiempo en que mi abuelo se enfadó con su esposa habilitó uno de los cuartos del taller como dormitorio. Vivieron diez años en la misma casa sin apenas cruzar palabra. Aun permanece tal y como lo dejara, sin más muebles que una cama plegable y un minúsculo armario empotrado. Tal vez por eso me guste, porque está vacío. En noches de mucho calor me tumbo sobre el entarimado y me pongo a leer por si me viene la fatiga y logro conciliar el sueño. Casi siempre después de un par de horas de lectura lo consigo, pero hoy ha tenido el efecto contrario. Un efecto semejante, por tonto que parezca, al que siendo crío experimentaba al resolver algún problema matemático de la escuela, no a causa de haber hallado la solución sino por el modo en el que había llegado a ella, por la comprensión del proceso.

Me veo bajando cautelosamente las escaleras como si hubiera dejado de ser yo el que las baja, como si fuera otro el que entra de manera furtiva en la cocina y elige galletas y queso como alimentos básicos para una supervivencia y yo solo leyera: Después de cargar la mochila dejó una nota en la ventana con un sucinto me voy de excursión, vuelvo mañana.

Ese mañana llega al cuarto día, con el atardecer y mis padres esperándome aterrados en la embocadura del patio. Mi madre está llorando y comienza a regañarme, mi padre está detrás de ella, sentado, con sus enormes manos sujetándose la cabeza. Comprendo de súbito otro proceso, que mi manera de entender la realidad no es ni por asomo común al resto de las personas que conozco, que son muy diferentes y que cada cual ya ha hecho su propia interpretación de la misma.

Mi padre se levanta de la silla, avanza unos pasos hacia mí y me da una bofetada tan fuerte que me tira al suelo.


3


And they wonder why those of us in our twenties...
refuse to work an 80-hour week...

just so we can afford to buy their BMWs...

why we aren't interested...
in the counterculture that they invented...
as if we did not see them disembowel their revolution...
for a pair of running shoes.

But the question remains...

what are we going to do now?
How can we repair all the damage we inherited?

Fellow graduates, the answer is simple.

The answer is...
The answer is...

I don't know.


El texto pertenece al discurso de graduación de una estudiante universitaria estadounidense. El discurso pertenece a la voz de Lelaina Pierce. Lelaina vive en Houston, comparte piso con su amiga Vickie, trabaja como asistente de producción en un programa de la televisión local y en sus ratos libres le gusta grabar en video a sus amigos. Lelaina es un personaje de ficción. En la próxima hora y media habitará circunstancialmente en el televisor de la casa de mis padres. Aunque tardará mucho más en desaparecer de mi mente. De hecho en la siguiente semana creeré haberla visto en el rostro de más de una docena de chicas reales. Incluso años después pensaré que en realidad es de la imagen que nos enamoramos y no de la persona. Que la imagen por tanto sirve para creer en los demás como nosotros pensamos que podemos amarles. Y que al fin y al cabo lo único que amamos es la idea que tenemos del querer. Una idea que posiblemente nunca sea la idónea, y que tal vez ni siquiera nos pertenezca.

Pero por ahora solo estoy disfrutando de una película.


4

No me cree cuando le digo que fue el propio Ben Stiller quien dirigió Reality Bites, tengo que dejar de reírme para convencerla. Se siente un tanto decepcionada, le encanta esta peli, cuando menos esperaba un director de culto. Le explico que el Stiller de entonces no es el mismo tipo que acaba de estrenar Algo pasa con Mary, era joven, no tanto como nosotros ahora pero con todavía inquietudes y preguntas sin resolver, y le ofrecían la posibilidad de dirigir su primera cinta sobre la base de un guión muy estimulante, un guión que hablaba de ellos mismos, de él, de Winona, de Ethan… de sus padres divorciados, de sus amigos, de sus aspiraciones… Cuando eres joven quieres contar cosas, supones que tienes cosas que contar. Ella me mira de hito en hito, esperando que continúe mi perorata, de algún modo me ha tomado por una especie de enciclopedia cinematográfica, y yo aliento esa imagen creada porque en verdad no tengo otra cosa de que presumir, así que cuando hace las preguntas difíciles, esas para las que no tengo respuestas, trato de soltar un rollo para confundirla o directamente me las invento. Algunas veces son tan increíbles y descaradas que le entran auténticos ataques de risa. Su carcajada suena franca y cautivadora, al menos a mí me lo parece; contando, claro, que soy algo pendejo y que ando bastante colado por ella.

Acompaño a Diana dos veces por semana hasta la puerta de su casa. Tan solo en esos dos días coinciden nuestros turnos en el restaurante. Como salimos después de que el último metro haya pasado me ofrezco a acompañarla. No me importa tener luego que desandar el camino para llegar a la mía. Hace un año tenía otro trabajo, salía también bastante tarde y como le gusta caminar casi siempre regresaba dando un paseo. En una de esas noches la asaltaron dos individuos, uno llevaba una navaja, el otro la sujetó por detrás. El de la navaja le hizo un corte en un brazo cuando ella intentaba defenderse. Al final agarraron de su bolso el monedero y el walkman y salieron corriendo. Estuvo un mes entero sin salir de casa.

Al principio no hablábamos mucho, yo me limitaba a escoltarla hasta su portal, intercambiando apenas algunas frases de compromiso acerca de los gustos y hobbies de cada uno. Con el tiempo esos treinta minutos de paseo eran lo mejor que me pasaba en la semana. Estoy a punto de soltarle eso mismo cuando me dice que va a dejar el curro. Le pregunto que por qué. Me responde que ha estado buscando trabajo fuera de España y que ayer recibió noticias de una familia en Australia que le ofrece un empleo de au pair. Afirma que quiere hablar bien inglés para cuando vuelva optar a un buen puesto de trabajo. Ya, le digo, lo que no entiendo es por qué tan lejos, por qué no Londres o Edimburgo que son solo unas horas de avión. Me aclara que cuando uno se marcha es mejor hacerlo lo más lejos posible, que en Australia no podrá regresar tan fácilmente, que si le entra el pánico y comienza a echar de menos a su familia se lo pensará dos veces antes de tirar por la borda su proyecto inmediato de vida. Le pregunto cuáles son sus expectativas. Cambiar, dice, vivir sola, hacerlo en un lugar diferente, con otra cultura, con otra gente, conocer a esa gente, viajar… Al decir esto entorna los ojos, desvía la mirada y se calla. Yo no me atrevo a hacer más preguntas.

Cuando llegamos me da un beso y me pregunta qué quiero que me traiga. No lo sé, le digo, tráeme algo bonito.


lunes, 31 de mayo de 2010

Violación y mostaza

1

Me he presentado con más de una hora de adelanto a la fijada para la salida del tren que me llevará a Rabat. Como no quiero acabar la biografía de Paul Bowles leo todo lo despacio que puedo, recreando algunos de los pasajes en mi mente para luego volver a leerlos. Dentro del tren permanezco dubitativo, voy recorriendo vagón tras vagón desde segunda clase hasta primera sin decidirme en que compartimento quiero entrar. Aunque no había mucha gente esperando en el andén dentro parecen haberse multiplicado. Al final me meto en uno que está ocupado por una sola persona, un hombre grueso y un tanto somnoliento. Antes de que el tren se ponga en marcha entra un señor vestido de traje oscuro con un maletín y una voluminosa bolsa de plástico negro. Ambos, el señor grueso y el recién llegado intercambian saludos mientras yo finjo mantenerme concentrado en mi lectura. A los pocos minutos de movernos el señor de traje oscuro baja la bolsa de plástico del portaequipajes donde previamente la había colocado y comienza a vaciar su interior. Al estar justo enfrente no puedo asegurar que se trate de una obra pictórica pero salta a la vista que es un lienzo. Queda observándolo por un lapso suficiente para que tanto el señor grueso como yo nos sintamos interesados. El otro hace un comentario aprobatorio. Le insinúo sí es posible que también yo pueda echarle un vistazo. Como se siente complacido saca los restantes lienzos que aun guarda en la bolsa. Una serie de manchones y rayados de los cuales se logra distinguir el contorno de un rostro. Los otros tres restantes parecen pertenecer a una serie compositiva, algo así como una vista panorámica dividida en tres secuencias de tiempo. Nos explica que son obra de un estudiante de arte de la escuela de Tetuán. Amablemente el señor grueso y yo alabamos los cuadros y los comentamos con mayor amplitud de lo que merecen.

El propietario de los cuadros habla un español universitario, es un hombre culto, apasionado por las artes y las ideas liberales. Más tarde descubriré que es profesor de francés en la Universidad. Charlamos animadamente, para simpatizar con él digo que yo también soy medio artista, ilustrador en concreto, dibujante. Él asiente con la cabeza. Busco en mi mochila el cuaderno de dibujo que apenas he utilizado durante el viaje. Es una lástima que solo haya cuatro bosquejos de no muy buena calidad pero me es útil para iniciar una más que interesante conversación.

Departimos de arte, de la cultura marroquí, de las tradiciones del mundo musulmán. Expone sus ideas con claridad y convicción. Sostiene que la vida moderna debe renovar la circunscrita mentalidad del marroquí, frente a la visión teológica de la vida se manifiestan multitud de otras visiones, como el amor, el juego, la política, el arte… si se limita el campo perceptivo a tan sólo una visión religiosa del entorno en los demás campos no será capaz de cambiar ni de adaptarse a los tiempos. La normativa religiosa es antigua y permanece anquilosada por siglos en la tradición, mientras que el mundo a su alrededor cambia vertiginosamente sin que el Islam pueda asimilarlo.

La tertulia en la que intervendrá también el señor grueso que luego averiguaremos desempeña un oficio relacionado con el arte se desarrolla en árabe, francés y español. El profesor hace las labores de mediador y traductor puesto que el otro aun comprendiendo mi idioma no se nota con confianza suficiente para hablarlo. Esto motiva extensos diálogos entre ellos de los que me excluyen. El profesor me explica que nuestro interlocutor es un artesano y a colación de este dato nos habla de un artista marroquí que trabaja el cuero en el sentido tradicional pero utilizando a nivel compositivo la libertad y la abstracción propias del arte moderno. Extrae de su valija un libro de arte donde se recogen algunos de sus trabajos.

- Muy sugestivo – comenta él – puedes apreciar aquí el cuerpo de una mujer desnuda, ves, en esta elegante curva, bastante sensual e innovador para la cultura árabe.

Me presta el libro que examino encantado mientras ellos vuelven de nuevo a conversar en árabe. Al devolvérselo él se interesa por mi ocupación.

- ¿Estudias o estás trabajando?

Le contesto que ambas. No sé por qué ya por dos veces en el viaje he mantenido la misma ficción.

- Soy estudiante de fotografía. – Supongo que es algo que en cierta ocasión tendré que ser.

Al preguntarme por cuál es mi línea, cuáles son mis fotógrafos favoritos, no logro atinar otros nombres que los ya manidos Helmut Newton, Cartier-Bresson, Man Ray y etc. Como la respuesta aparenta haberle decepcionado me invento un tal Juan José Hinojosa para dármelas de “indie”. Más satisfecho se interesa por mis motivaciones a la hora de hacer fotografías. Le digo que busco principalmente la musicalidad, el ritmo como vehículo para ordenar la composición de la mirada fotográfica, por ejemplo en la arquitectura, en el espacio dentro del espacio, la ventana hacia el interior, hacia el infinito… Alabo por ello la particular disposición urbana de Tánger y lamento de pasada el robo de mi cámara en esa ciudad. Segunda ficción necesaria que trae consigo un sentimiento indirecto de compasión y afecto.

Vuelve a buscar en su valija y me muestra otro libro de arte en el que se incluyen algunas fotografías estupendas de un artista local. Me intereso por el libro y pregunto si puedo hojearlo con detenimiento. Me lo tiende y sonríe. Se bajará en la próxima estación, debe tomar otro tren hasta Mequínez, pero antes volverá a hablar locuazmente sobre cómo está conformada la mentalidad del marroquí medio. Aprovecho, ya que es época, para preguntar si el pueblo recibe el mes de Ramadán con alegría o con resignación.

- Con resignación – me contesta.

Considera que el hombre posee una memoria interior y otra exterior. Para el ciudadano marroquí esta última mira hacia fuera a través de los medios de comunicación, prensa, TV, internet, se adapta a los cambios y a los nuevos imperativos sociológicos, pero la memoria interna permanece anclada en el pasado. La Memoria Interior del musulmán conoce muy bien quién es él, de dónde proviene, qué le ha hecho llegar a ser lo que es, pero es una memoria arcaica, ordenada en base a unas normas dictadas hace siglos y que impiden al individuo reconocerse como tal, obligándole a comportarse y a actuar de un modo determinado, repitiendo cánones una vez tras otra. Esta memoria actúa como impedimento creativo, frenando el desarrollo natural de la sociedad y de la cultura de un país.

- La Educación es la clave – afirma – ése es nuestro problema.


2

Ya no me parece tan buena idea. El sueño que negué a la noche del domingo exige ahora autoritariamente ser restituido. Dejo de leer y me froto los ojos con fuerza. De ningún modo quiero dormirme, no aún, tan cerca de mi destino. Pero sé que la caminata hasta Chamartín y el cansancio acumulado del día anterior al final se cobrarán la deuda frente a mi empeño por permanecer despierto. Tampoco es que me importe mucho, en realidad no estoy disfrutando del viaje, ni siquiera sé por qué lo estoy haciendo.

Practico un tonto juego de mi infancia, visualizo a Clark Kent persiguiéndome en una loca carrera campo a través, le imagino pegando saltos de veinte metros, abriéndose paso con su inhumana zancada a través de los campos, poderoso pero todavía grávido, todavía no demasiado veloz como para llegar a la altura de mi vagón y golpear la ventanilla.

Cuando despierto me incorporo con un escalofrío. Me duele el cuello horrores. Siempre me sucede lo mismo, nunca he encontrado la posición adecuada para adaptar el sueño a los asientos de aviones, trenes o autobuses. Luego arrastro las molestias durante una semana.

Un señor mayor con bigote me indica que hemos llegado, le doy las gracias mientras observo cómo se levanta renqueante hacia las puertas de salida. Ha estado sentado junto a mí durante todo el trayecto y estas han sido las únicas palabras que hemos cruzado. Me recuerda al profesor universitario que conocí hace años en mi viaje por Marruecos. No porque albergara algún tipo de parecido con él sino porque inapreciablemente he anhelado que al abrir los ojos se encontrara allí.

Le hubiera dicho que estuve pensado en lo que explicó, que yo asimismo considero que la mente del hombre se compone de una memoria externa y otra interna. En una registra la experiencia activa del entorno y en la otra la emoción vivida. La primera provoca la aparición de la segunda, y la segunda condicionará el registro de las subsiguientes primeras; así una y otra vez…

La memoria acumula la información desde un mismo punto del paisaje, lo que facilita que sea más fácil identificarnos con ella, extraer un quién soy yo, el cómo me llamo. Esta identificación se hace más fuerte con el paso del tiempo, acercando cada vez más la experiencia al ego, el acto a la memoria. Una memoria que nos viene ya vieja y gastada por otros tantos millones que han vívido de la misma manera que nosotros suponemos única.

Como si año tras años acortáramos un palmo la cuerda que impide escapar al burro cuando está paciendo. Giraría en círculos concéntricos hasta tropezar con su propio trasero.

Tal vez sea un movimiento inevitable, incluso necesario.

Me adentro en la ciudad caminando despacio, cabizbajo, con una deshilvanada idea convertida en deseo; me encantaría creer que mi tren es especial, que sus círculos concéntricos son más amplios que la mayoría, que siempre rodeará la misma montaña una y otra vez teniéndola por el punto más alejado en el horizonte.

viernes, 16 de abril de 2010

Diez metros de ventaja

1

Me dice que ya no puede recordar cómo era antes y yo estoy tentado a preguntarle qué tendría de bueno recordarlo pero me callo. Ha respondido de manera críptica a mi pregunta, no disfruto de su confianza y no quiere de buenas a primeras darme demasiada información sobre su vida privada, aun así me basta, comprendo lo que quiere decir. Hace unos años obtuve una respuesta similar a esta misma pregunta.

Nos refugiábamos de la lluvia apretándonos contra la fachada del polideportivo, una lluvia recurrente que había convertido el por lo común intrascendental camino de vuelta a casa en una conversación interminable.

Yo la miraba sin hablar, como esperando de mi silencio una réplica espontánea y eficaz a su voz, como si bastara una mera dilatación de las pupilas para que las gotas de agua que le descendían por el cabello se convirtieran en lágrimas al resbalar por sus mejillas.

También ella quedó callada, mirándome, y con la insolencia de mis veinte años dije que el pasado es como una casa llena de viejos electrodomésticos que ya no funcionan, un almacén de recuerdos acerca de las cosas que solíamos hacer con ellos.

Parecería idiota oprimir el botón de encendido aun sabiendo que no va a prender pero no obstante lo hacemos, en parte nos gusta y a la larga determina qué es lo que somos.

Nada más decir esto paró de llover. Ambos guardamos silencio al reemprender la marcha. Cuando nos despedimos yo desconocía que no nos volveríamos a ver así que no le di demasiada importancia a concluir la noche con un simple: mañana nos vemos.

Ahora que lo sé ya es solo un recuerdo.

2


Hará cosa de un mes recibí en mi correo dos e-mails casi consecutivamente de dos personas que de un modo u otro desaparecieron de mi entorno sin más. La alegría inicial por recuperar el contacto perdido se trastocó en desilusión al abrirlos y descubrir que no eran más que mensajes spam. Podría no significar nada pero me pareció la tacita y moderna manera de declarar la defunción de un vínculo.

Presupongo que existirán miles de maneras de dar por terminado un vínculo, y que de entre ellas la pareja más mortífera de todas es sin duda el paso del tiempo y la distancia. En otras ocasiones sin embargo basta con una sola frase o incluso con unas pocas palabras desafortunadas de algún otro pasando por tu boca. Lo curioso es que después de la frase, el tiempo y la distancia la verdadera causa del final sea el reencuentro.

A la semana de recibir esos correos después de salir del trabajo como otras tantas veces no me apetecía regresar directamente a casa por lo que me desvié sin un rumbo definido de la geodésica habitual que utilizo a diario. En la esquina de la calle Toledo con la Colegiata bajaban tres jóvenes charlando y riendo. A uno de ellos lo reconocí de inmediato, a pesar de que su pelo ahora fuera rojo y de unas ojeras más marcadas de lo que recordaba encajaba con exactitud con la imagen que guardaba en mi memoria.

No es la primera vez que contemplo un fantasma por eso después de algo más de cinco años no me sorprendió verla de nuevo, se me aceleró el ritmo cardiaco un poco, o tal vez bastante no lo sé. Esperábamos la apertura del semáforo en aceras opuestas lo que me permitió observarla con detenimiento hasta que reparó en mí, tras unos segundos de confusión me reconoció.

Entra dentro de lo posible que en todos esos años de desencuentro gastara prácticamente un cuarto en pergeñar un diálogo si esta situación llegara a acontecer y sin embargo ahora que se me ofrecía la oportunidad abría esa lata y me daba cuenta que ya había caducado.

3

Miro a Elena y a Chopi acordar los planos que se harán durante el rodaje y tengo que morderme la lengua en varias ocasiones para no intervenir y tratar de imponer mi criterio. No hay nada ensayado, solo disponemos de unas pocas horas para rodar, los actores no se saben el guión y el sonidista que voy a ser yo es la primera vez que tiene en las manos un juguete tan fascinante como un Dat. Coqueteamos más con el desastre que con cualquier otra cosa pero es echar a andar y todo fluye, esa cosa va funcionando, como si las exigencias del rodaje impusieran el mejor método por si solas. Conectamos cuatro o cinco momentos mágicos, donde mi grito de sonido se encadena naturalmente con el de cámara, la claqueta y la orden final de acción. El mérito no es nuestro pero el privilegio de disfrutarlo sí que lo es, el mismo que llevaron a John Ford, Welles o Pasolini a hacer sus películas, el prodigio que representa ser testigo de cómo va moldeándose de carne, piel y uñas unas cuantas ideas garrapateadas en un papel.

Le brillan los ojos de la excitación cuando termina el rodaje, me acerco a preguntarle qué le ha parecido todo, si ha disfrutado tanto como yo intuyo que se puede hacer. Me asombra comprobar que ella ya lo había multiplicado por cuatro.

4


Es divertido ver al chico de los Dorian esforzándose por enardecer el ánimo de un público que solo está interesado en vaciar sus minis de cerveza mientras esperan la salida del grupo por el que realmente han pagado su entrada. Hasta ahí es divertido, y lo es porque no es nada de lo que estabas esperando.

Comienzan a lo grande, sabedores de que la gente ya ha justificado la felicidad comprada para la noche de hoy con el simple hecho de verles aparecer en el escenario. Cantas la canción con ellos, formas parte del coro desafinado de la masa por unos instantes, hasta que oyes ese crack interior tan familiar que se ha repetido de diversas formas a lo largo de tu vida, y te preguntas justamente por esto, por qué no entiendes que haya tanta gente identificándose con algo tan pequeño.

Aguantas seis canciones tratando de subirte otra vez al bote, de recuperar la fe en el momento, empero sabes que si te quedas quieto el crack avanzará rebasando tus tejidos como un cáncer linfático, situándose a escasos metros de las cosas indiscutiblemente válidas, las cosas que ni has adquirido ni heredado, las que han ido conformando los pilares que aun piensas te mantendrán vivo. Antes de que eso ocurra tomas el hombro de tu amigo y le explicas que te vas a ir pero que no se preocupe, que todo va la mar de bien, él te mira estupefacto sin saber que decir y te deja marchar.

Ya en la calle apresuras el paso tanto como para confundir avanzar con una carrera, procuras tomar diez metros de ventaja respecto a tu perseguidor, los diez metros que crees son suficientes para mañana levantarte e intentarlo de nuevo.

5


Ella sale del cuarto a recibir la llamada en la otra habitación. Hago zapping mientras la espero y lo hago incansablemente durante un buen rato porque no es una llamada normal, es una de esas que te tienen pegado al auricular del teléfono durante horas. Al poco mi atención va descentralizándose, se separa del televisor empujada hacia atrás, hacia la raíz de la visión para luego hincharse a través de la estancia hasta golpearse contra las paredes. Fuera ha comenzado a llover. Me levanto del sofá y abro la ventana. Las gotas se arrojan violentamente contra el empedrado de la calle. Una estela de sangre brillante y plateada desciende calle abajo ensuciándose del naranja desteñido que irradian los faroles. La camarera del bar de la esquina prorrumpe sin miedo en mitad de la calle e inicia una improvisada danza de la lluvia mientras sus compañeros la observan divertidos desde el resguardo de la puerta. Grita, se ríe, canta. Pronto desaparece igual que había surgido.

La felicidad arranca a partir del instante en el que uno se imagina haciendo las cosas que le van a hacer feliz, y sólo es plenamente consciente de ello desde el recuerdo, cuando ya lo ha sido. El resto del tiempo la felicidad permanece invisible a nuestra experiencia, o mejor dicho, carece de nombre para ser llamada. Es como un estado emocional al cual solo podemos aspirar una vez se ha marchado, una variedad de cálida nostalgia.

Me imagino fumando en esta habitación, me complacería fumar sólo aquí, en este preciso minuto, mirando la lluvia sin pensar en nada, sin tener la obligación de hacer planes como los de un mañana levantándose, aferrándose a un destino comprometido el día de antes. Seguir la estela del cigarro, buscar el principio de ese humo… ya está. Fácil. Bastante perfecto.

domingo, 24 de enero de 2010

una X en el mapa del tesoro


1

Llevo demasiada ropa encima, si me muevo un poco más rápido comenzaré a sudar. Miro de nuevo el reloj y calculo mentalmente el tiempo que tardaré en llegar a la estación. Unos nueve minutos. Mi autobús sale dentro de cinco, tengo que hacer algo más que apurar el paso si no lo quiero perder.

Suelto un buenos días ininteligible entre los jadeos, el conductor sin mirarme hace una pequeña rasgadura en mi billete y me deja subir. Busco mi asiento mientras me juro a mi mismo que la próxima vez me levantaré un cuarto de siglo antes. Mi asiento está ocupado por una mujer filipina de mediana edad, pienso que tal vez se haya equivocado pero ella me muestra su billete con un número idéntico al mío. Regreso a la cabeza del autobús para que el conductor resuelva el entuerto. El billete de la mujer tiene fecha de un día antes. Recoge un par de bolsas de plástico y baja del autobús con la misma cara inexpresiva que utilizó para hablar conmigo. Al arrancar la observo de pie junto a la dársena, inmóvil, sujetando las dos bolsas de plástico como si esperara que el conductor fuera a arrepentirse y regresara a recogerla.

Una incómoda sensación de frío progresa por mi espalda al secarse el sudor bajo la tela. Cierro los ojos con fuerza y trato de conciliar el sueño. No lo consigo, aunque apenas he dormido la noche anterior permanezco ofensivamente despierto las nueve horas que dura el trayecto.

El autobús marcha con retraso. Mando un sms avisando que llegaré tarde. P me responde indicándome que me esperarán en la cafetería de la estación. Cuando por fin el autocar se detiene es ya noche cerrada. Cargo con mi mochila y subo hasta la primera planta de la estación. Me paro delante de la cristalera de la cafetería, buscando con la mirada situar las siluetas de P y de M sentadas en alguna de las mesas. No veo a M. Sí creo distinguir a P, hablando con una persona que no conozco. Maquinalmente doy un paso hacia atrás. Viene a mi cabeza la imagen de la mujer filipina que tuvo que bajarse del autobús por haber llegado un día tarde. Me pregunto cómo se puede llegar un día tarde.


2

M me mira y pregunta que quiero hacer. Beber le digo, quiero beber y cerrar bares. Antes de cerrarlos, sobre el cuarto o el quinto Martini me hace otra de esas preguntas que debería haberme desconcertado, una para la cual no hubiera dispuesto por lo habitual de una contestación precisa pero que sin embargo en esa noche obtiene de mi boca una réplica nítida y efectiva. Un hogar le digo. Por encima de todas las otras cosas. Si de repente apareciese un genio de la lámpara y me concediera cualquier deseo que yo fuera capaz de imaginar pediría ése. Un lugar con cuatro paredes que pudiera decir mío, que albergara todos los comics, todos los libros y otras estupideces que se me ocurriese acumular a lo largo del año. Un lugar al que me apetezca regresar cuando me haya ido, al que necesite regresar. Un lugar que esperase por uno, que no fuera a desparecer si se tarda mucho…

Me sonríe y se queda callada por un momento. Luego baja la mirada, rebusca algo en su bolso y cuando lo encuentra me dice que quiere darme algo y que le gustaría que yo lo aceptase. Su mano izquierda descubre una llave, la desliza unos centímetros por la mesa hacia mí. Es la llave de la casa por la que ha estado prácticamente desviviéndose un año entero. Balbuceo una torpe negativa. Sé que es un regalo simbólico, sé que voy a necesitar más de una para entrar en su casa, pero me aturde aun más por eso, por lo que representa. Al tocar la llave con mis dedos me doy cuenta que ese hogar al que antes me refería no está compuesto por cuatro paredes, una alfombra y un televisor.


3

S entra en el bar llorando. En seguida se arremolina una multitud en torno a ella, la abrazan y le ofrecen consuelo. Cuando llega mi turno también la abrazo pero no sé si hago muy bien lo del consuelo, nunca he consolado a nadie y no tengo ni idea por dónde empezar. Ruego para que mi abrazo supla esa carencia.

S tiene un carácter fuerte y positivo, en muy contadas ocasiones la he visto abatida por más de algunos minutos, así que cuando esto sucede me asusto como si el mundo se fuera a ir a la mierda. Por el contrario es en estas circunstancias, mientras nos abrazamos y ella llora, que la siento más próxima, sus huesos encajando mejor en los míos, como si hubiera bajado dos o tres pisos y llamara a mi puerta en igualdad de condiciones.

Le digo que más tarde iré a buscarla al trabajo y que a la vuelta hablaremos con calma. Ella sabe que estoy cansado, que llevo un par de días sin dormir bien y trata de convencerme para que no vaya. Pero entiende que voy a ir, ella iría por mí, aunque ese gesto no significase ni arreglase nada ella iría. Porque puede ser más o menos importante pero es el momento exacto para estar ahí.


4

Nos contesta que no le apetece salir, que mañana tiene que levantarse pronto para estudiar. De todos modos consiente que pasemos por su casa y alborotemos un par de horas.

R y M están sentadas cada una en un sofá del salón, la tele está prendida aunque nadie le presta atención. Hacemos unos cuantos chistes de bienvenida, ellas se ríen, como aceptando que mañana no se van a levantar temprano para estudiar. Parloteamos de naderías un buen rato, bromeamos y reímos, más tarde D dice que tiene que irse y se despide. Yo no tengo una buena razón para marcharme, tampoco quiero marcharme en absoluto de modo que estiro mi despedida, sin que se den cuenta la prorrogo en la medida que nuestro interés va concentrándose en un solo programa televisivo. Por un instante pienso que me he dejado el portátil encendido en mi cuarto, me levanto y avanzo hasta la puerta del final del pasillo, enciendo la luz pero no veo ningún ordenador, tampoco hay una cama, una estantería o cualquier cosa que se le parezca… Cierro la puerta y abro el grifo del lavabo para encajar con el lugar, lo dejo abierto unos segundos, luego lo cierro.


5

Nos damos un respiro y preparo algo de comer con las cuatro cosas comestibles que sobreviven en la nevera de D. Mientras tragamos una sopa de fideos demasiado picante vemos algún que otro capítulo suelto de Entourage. La serie no me parece el colmo de la diversión pero a los personajes en seguida se les toma cariño. Hablamos un rato de la serie, de lo bueno que es el personaje de Ari, de que ojalá nosotros pudiéramos hacer algo por el estilo.

Llevamos tres noches seguidas apurando la puesta a punto de un corto nacido de la improvisación más absoluta, cansados y sin dormir, intentando encajar las piezas de un lego de diferentes tamaños. A estas alturas D ya se ha dado cuenta que mi capacidad para entender el lenguaje cinematográfico es la misma que la un mono con la tabla de multiplicar del ocho, sin embargo cada vez que abro la boca el tío se detiene a escucharme como si el puto Michael Schumacher del audiovisual bajara a la tierra y dictara un par de consejos sobre el montaje. Me hace gracia que lo haga así que suelo interrumpir de vez en cuando lo que estemos haciendo y soltar alguna chorrada. Me hace gracia que no me haya mandado a tomar por el culo todavía.

6

P me reconoce al entrar por la puerta, se levanta y se dirige hacia mí. Abrazo a P y repito una tercera vez cómo estás. P me presenta a T, le saludo y me siento con ellos. Al punto decido que no quiero quedarme en la cafetería de la estación. Salimos a la calle, no hace nada de frío, me apetecería dejar la mochila y caminar toda la noche, me gustaría sentarme en la arena de la playa y dejar que pasaran los minutos vacios dentro de mí. Hace años me gustaba viajar, me gustaba conocer lugares diferentes, recuerdo que una vez recorrí mil seiscientos kilómetros por carretera, desde Cafayate hasta Santiago de Chile, me pasé casi dos días y medio metido en un autobús… por aquel entonces pronunciar el nombre de una ciudad nueva en voz alta era argumento suficiente como para marcar en el mapa con una x el tesoro escondido. Con el tiempo comprendes que las ciudades se parecen mucho entre sí, que no hay nada demasiado atrayente ni demasiado nuevo que distinga unas de otras. Con el tiempo descubres que las ciudades realmente se distinguen unas de otras dependiendo si en ellas hay o no gente que te está esperando. Con el tiempo aprendes a marcar en el mapa del tesoro la x con el nombre propio de las personas que de verdad importan. Las personas que se han convertido en tu hogar.