miércoles, 8 de agosto de 2012

Cosas que me gustan de Natalia. Segunda parte.



No me gustan los videos. Me gusta que sonría cuando me lo dice. Parpadea, expectante, cierra los ojos y me dice que no le gustan los videos. Me gusta que sonría cuando me descubre. Una sonrisa hermosa, a medias resignada porque sabe que voy a seguir grabándola, voy a seguir contemplándola a través de la pantalla del iphone, cuarenta o cincuenta metros, enumerado todos sus pasos, ganando para mí cada una de sus miradas, ganándome cualquier guiño, aspaviento de brazo o baile de zapato hasta que el gesto se arrugue en su cara, resople y diga para ya.

Me gusta caminar a su lado, cogerle la mano mientras lo hago, pasar sus dedos entre los míos, apretarlos con fuerza cada cierto tiempo para que se detenga y besarla dos minutos de cada diez.

Me gusta mirarla en silencio, mirarla con una nube de plumas detrás de los ojos. Preguntarle qué está pasando allá dentro, contestarme nada, contestarme muchas cosas y guardar secreto.

Me gusta tocarla, enlazar mi brazo a su cintura, descansar la mano sobre la cadera y esperar a que el tacto adquiera el tamaño de mil alfileres para traspasar la tela del vestido.

Me gusta correr hasta la estación de tren, mirar el reloj compulsivamente, llegar ansioso, sudando, verla aparecer entre los demás viajeros haciendo rodar su formidable maleta azul. No atinar si a besarla primero, abrazarla o las dos cosas a la vez. Sanar la nostalgia antes de la primera palabra, de inmediato teñir de rosa el alma. Primero.

Me gusta aguardar su sonrisa mientras rasga el papel de mi sorpresa habitual de bienvenida, acercarse a mí, decir gracias, decir no me lo merezco, bajar los ojos con un ligero toque de vergüenza mal disimulada y besarme. Decir yo, me lo merezco.

Me gusta preparar la cena, observarla de reojo frente a la pantalla del ordenador, sacar todas las especias de la alacena y jugar a los dados con la gastronomía. Me gusta su está bueno, chocar el Gewürztraminer en nuestras copas, devorar el plato y desesperar porque se tumbe a mi lado.

Me gusta una cosa especialmente, una tontería, en una conversación, en un incalculable cruce de miradas, verla de repente inclinar la cabeza hacia el hombro, pestañear seguido y devolverte los ojos espléndidos como el Eureka de una sirena. Me gusta hacerle notar ese despliegue de coquetería, objetarme ella que no se da cuenta, reírnos, recoger yo los fragmentos de corazón que han quedado esparcidos por el suelo.

Me gusta escuchar su voz al otro lado del auricular, decirme, qué haces?, decirle, ya has acabado? Ella ya ha acabado, ha subido a su habitación a relajarse un poco, me dice que está cansada, que ayer no durmió bien, le digo que descanse, que cierre los ojos, que duerma, que acaso sueñe conmigo, digo buenas noches linda, un superbeso, ella que otro, y yo hasta mañana, sí, mañana cuando puedas me llamas, me dice que sí, que mañana hablamos, guapo, murmura, guapa, especifico, pasa buena noche, tú también, tengo ganas de que llegue el viernes, yo también, bueno, un beso cari, un beso, chao, chao, hasta mañana, sí, hasta mañana linda.



martes, 10 de julio de 2012

Cuatrocientos veintiún kilómetros

 

Haces pasar una a una las fotos por la pantalla del ordenador, cliqueando en cada carpeta, sobre cada imagen. Enero, febrero, marzo, Nueva York… Las fotos de los lunes, las de los martes, los miércoles, fotos a las siete y cuarto, al anochecer… Una a una.

Vas pasando las fotografías a la par de la nostalgia, apoderándote de su mismo tinte azulado, revistiendo el contorno con la carne y el hueso de la memoria. Te abruma, te levanta, te hace salir a la calle a las cuatro de la madrugada. 

Buscas en tu campo visual al portero del club de alterne que hay justo en la esquina, una vez le sostuviste tanto rato la mirada que pensaste que iba a hacer un gesto cualquiera como un saludo. Casi siempre que regresas del trabajo lo encuentras ahí parado, observando descuidadamente el trasiego de la calle, medio aburrido medio queriendo estar en cualquier otra parte. Ese rostro ya familiar hoy no está, tampoco es que te importe solo andas reclamando una manera de distraer tu mente.

Te concentras en el paseo, contemplas tus pies adelantándose uno sobre el otro sin que tú intervengas, automáticamente, decidiendo por sí mismos un camino hacia delante. Te dejas llevar, elevando un poco la respiración, tratando de mantener la acrobacia a la altura de tus pensamientos.  

Si pudieras concentrarte lo suficiente serías capaz de avanzar cuatrocientos veintiún kilómetros en un pestañeo, podrías saltarte tres o cuatro horas de reloj hasta que el sonido de la alarma del iphone la hiciera desperezarse en la cama. Ella dejaría que sonase una vez más y encendería la luz del cuarto. Arquearía la espalda, estiraría los brazos todavía sentada en la cama y frunciría lánguida el gesto.

Avanzaría hasta el armario, abriría las puertas llenas de pegatinas y sacaría un par de vestidos. Se decidiría por el verde de lunares blancos y un cinturón polivalente, dejaría el beige sobre las escaleras que conducen al altillo.

Después de la ducha completaría su ritual de cremas hidratantes con eficiencia. Dibujaría luego la línea del ojo para hacer la mirada más intensa, el rostro más hermoso. Ya vestida bajaría a la cocina y tostaría un mollete. Lo cubriría con aceite, tomate y un poco de jamón ibérico en trocitos muy menudos. Completaría su ritual del desayuno mientras presta atención a las novedades que su teléfono trae de la mano a la mañana.

Se despediría, bajaría la escalera con el bolso y la funda de la cámara colgados al hombro. Colocaría concienzudamente los espejos retrovisores y solo hasta que considerara que su posición es la idónea arrancaría el coche. Escucharía Radio 3, luego de un rato, cuando se perdiera la señal elegiría uno de entre los recopilatorios y de aquél el tema que más le gusta a un volumen moderado.

En la clínica la auxiliar la recibiría con una conversación implorante, ella escucharía silenciosa y educada para luego pasar al gabinete y empezar el día. Expondría a la madre de la mejor manera posible el tratamiento para rehabilitar la sonrisa de su hijo, cambiaría las gomas de los brackets de un adolescente, ajustaría una férula oclusal a una señora con problemas de bruxomanía nocturna, recomendaría a un tipo de Huelva que mantenga en todo momento la higiene de los retenedores, retiraría el expansor del paladar a la cuñada de un primo lejano, convencería al pesado de turno que su clase II esqueletal,  normodivergente, biprotrusa por fin ha sido corregida y que deje de buscarse más imperfecciones. Respiraría hondo, se diría: por fin he acabado.


Conduciría de vuelta ya más tranquila, sujetando con firmeza el volante, devolviendo al paisaje una atención insondable. Te concentras al nivel de la caricia, te acomodas en el asiento del copiloto y la observas sin decir nada. Observas en el cariz reservado de su rostro ese aura inaprensible de misterio y delicadeza que contrasta con una fortaleza apenas insinuada. Contraste que redobla su belleza. Piensas en la belleza, la belleza que se encuentra a tan solo cuatrocientos veintiún kilómetros de distancia, a tres o cuatro horas de reloj, piensas en la energía necesaria para concentrarte del modo en el que puedas alcanzarla, piensas rápido antes de que amanezca y el mundo se despierte en su griterío habitual.


jueves, 12 de enero de 2012

Yo también


Son las ocho de la mañana, levanto la persiana de mi habitación y ni una sombra de luz traspasa la ventana. La abro, respiro el ahumado aliento de la amanecida. Contemplo el cielo índigo con los brazos apoyados en el alféizar como reclamándole un día que aún no está planeado. Pienso en ti mientras lo hago. Pero no es por el cielo, ya pensaba en ti antes, hace unos minutos, frente al ordenador, intentando escribir algo, también antes, revolviendo en mis libros de poesía por el placer de saquear evidencias ajenas, incluso previamente, mirando una película, cuando cenaba, escuchando tu silencio al otro lado del auricular…

Tú leerás esto un poco más tarde, porque antes de terminar de escribirlo lo releeré y corregiré sin descanso hasta que el peso del sueño me conmine a apretar el botón de enviar. Las palabras tampoco son muy amigas mías, tienen algo de pariente lejano que de vez en cuando se saluda pero nada más. Mi vida ha sido silenciosa durante mucho tiempo, y mi pensamiento y mi sentido también lo han sido, por eso lo de buscar las palabras del otro. Un poeta es un sabio, un sabio emocional, nunca cuenta una historia, sino que traduce en una locución exacta la sabiduría de su experiencia. Pablo Neruda fue un sabio, sintió y comprendió una vida por encima de lo ni siquiera podría entrever la mayoría. Busqué en el estante Cien sonetos de amor, la memoria lo disponía en mis manos pero no lo hallé entre los demás libros, tal vez nunca me perteneció, acaso fue otra cosa prestada, no lo sé. Uno de los primeros sonetos comienza de esta manera:

Amor, cuántos caminos hasta llegar a un beso,
qué soledad errante hasta tu compañía! […]

Ninguna vez había sentido esta soledad, al menos no de esta manera. La soledad suele confundirse con hambre de compañía pero lo que realmente la determina es el hostigamiento de sí mismo, el vacío y la incomprensión que uno siente frente a su contexto. Esta no es la soledad de Neruda. Y ahora tampoco la mía. Hace unas horas, cuando hablábamos y yo inquiría por tu voz enmudecida dijiste que si estuviera a tu lado podrías besarme y con ello algo así como llenar ese silencio de significado, un significado oculto entre tú y yo, un significado de amantes. Amar contrae una formidable responsabilidad, ante el otro y ante uno, pues lo que a ti aflige en mí se duplica como la imagen en un espejo, tu tristeza pasa a ser mi tristeza, tú silencio el mío y el beso la identidad de un mismo afecto. La soledad es no poder llegar hasta ti, salvar cuatrocientos kilómetros en un pestañeo y abrazarte. Eso es ahora. Una puerta a la felicidad con una llave de tiempo, la semana, dos días o veinticinco minutos que me separan de ella, que me separan de ti.

Un poema de Rilke dice así:

¿Cómo he de sujetar mi alma, que no
toque la tuya? ¿Cómo dirigirla
por encima de ti, a las otras cosas?
Ay, bien preferiría, a algo lejano,
perdido en la tiniebla, someterla,
en un extraño sitio en paz, que no
temblase cuando tiemblan tus entrañas.
Pero cuando nos toca a ti y a mí,
nos une, como un arco de violín
que de dos cuerdas saca una voz sola. […]