domingo, 9 de agosto de 2009

Being Vampires

Estoy cansado, cansado de la manera en la que nunca lo he estado, no podría dar un paso más aunque mi supervivencia dependiera de ello, ni tan siquiera podría gritar o pedir auxilio… sólo sentarme en la piedra caliente y esperar, esperar, esperar.

Cuando estoy muy cansado viene a mi cabeza un famoso poema de Dylan Thomas…

The force that through the green fuse drives the flower
Drives my green age; that blasts the roots of trees
Is my destroyer.
And I am dumb to tell the crooked rose
My youth is bent by the same wintry fever.

[…]

Por supuesto yo recuerdo la versión traducida pero a ustedes le escribo el original por respeto al poeta. Por lo común a la gente no le gustan las cosas que no entienden, necesitan tener una descripción precisa de los hechos para después juzgarlos con su milagroso sentido de lo que es justo y lo que no. En el instante en el que le dan nombre, en el exacto momento en el que le confieren una identidad y la registran en sus memorias, en ese intervalo también le despojan de vida, de verdad. Pienso que Dylan Thomas comprendió esto y pienso que la única forma de transmitirlo es no apuntándolo directamente con el dedo.

¿Dos?, ¿tres horas? Llevo sentado tanto tiempo aquí que los ratones han dejado de considerarme una amenaza y circulan con toda libertad entre la alcantarilla y los arbustos en busca de restos de comida. Debería regresar a casa, me gustaría regresar pero creo me he acostumbrado a esta posición, la de estar sentado y esperar. Es mejor que nada, es mejor que continuar caminando, mejor que arrástrame hasta una maloliente boca de metro y encerrarme en un cubículo con personas que no conozco hasta que una dirección familiar en la pared del andén me salve. En los vagones del metro siempre hay gente, no importa qué hora señalen las agujas del reloj, nunca he accionado el dispositivo que abre las puertas y me he encontrado un vagón vacío, siempre hay gente, paralizados, incómodos, mudos, como si estuviera penalizada cualquier tipo de actividad salvo la de leer el periódico, mirarse la punta de los zapatos o dirigir la vista a un punto muerto. Yo les miro, clavo mis ojos en ellos, los escudriño aun cuando a poco sienten el escozor de mi mirada y levantan entonces la suya hacia mí como si me interrogaran: bien, ¿qué quieres tú? Y hay una ligera basculación en sus pupilas que bien valdría ser miedo, miedo a estar expuesto, miedo a ser descubierto, miedo, miedo, miedo a veces tan agresivo que les agrieta la piel hasta la carne roja del músculo. Y sí, es entonces mejor, mi juicio menos justo, más acertado, cuando siento la retina desprendiéndose en delicados y finos hilos del globo ocular, flotando en el espacio muerto que nos separa, girando lenta, helicoidalmente a través del vagón, en busca de ti, de la cicatriz que el miedo ha abierto para que la masa acuosa de mis ojos pueda filtrarse en la carne como la lluvia en el tejado de un edificio abandonado.

El hombre que atraviesa la plaza está muy delgado, parece que acabara de salir de un centro de desintoxicación para heroinómanos. Lleva una camisa de un blanco indefinido y unos pantalones vaqueros, avanza ágilmente pero sin prisa, a ratos mueve los brazos, reaccionando a un particular fragmento de cierta canción que le gusta. Me levanto por fin y resuelvo seguirle algunas calles. No se apercibe de mi presencia, camina siguiendo un itinerario supuestamente preestablecido, mostrando poco interés por las cosas que suceden a su alrededor, despreocupado y taciturno al mismo tiempo. Si no estuviera tan fatigado sería fácil llegar a su altura y mirarle a la cara. Mirar la cara de alguien dice mucho de ese alguien, claro que la vestimenta asimismo lo dice, y la maniobra de apartar un mechón de pelo de la frente, y como se toca la clavícula antes de decir algo importante, y el ángulo de flexión de la columna vertebral… ese tipo de cosas. Pero es el semblante, es cada línea que lo perfila, cada gesto obligado, cada mueca imperceptible quienes definen a su poseedor… si se presta el debido cuidado no sólo indicará qué tipo de vida lleva también expondrá qué piensa, qué apunta, qué siente o ha sentido, qué ha deseado, qué ha temido… y su historia entera hasta el detalle del día trece de febrero de mil novecientos noventa y cinco.

Considero abandonar mi persecución cuando de improviso se desvía de la ruta que había venido siguiendo para girar en la bocacalle de la izquierda que está peor alumbrada, no recorre más que diez o quince metros antes de detenerse frente a uno de los portales. Me pregunto si después de torcer la esquina y hacerme visible la curiosidad me otorgará el coraje de acertar el final a esta locura. En el último momento impido con el pie que la puerta se cierre. Escucho el chirrido del ascensor al elevarse y luego el golpeteo de la mampara metálica una vez detenido. Por el intervalo deduzco que ha debido bajarse en el cuarto o el quinto. Subo por las escaleras y compruebo en cuál de ellos la portezuela del ascensor está iluminada. En efecto, en el quinto piso acaban de cerrar la puerta de una de las viviendas al fondo del pasillo. El corazón golpea en mi pecho como la patada caprichosa de un niño a una lata vieja. Mientras avanzo por el corredor noto el sudor debajo de mis axilas empapando la camisa e irracionalmente llevo allí mis manos como si quisiera detener una hemorragia. Con las manos todavía debajo de los brazos me inmovilizo junto a la puerta y pego la oreja en ella tratando de distinguir los movimientos que se producen dentro de la casa. Después de un rato desisto, me separo de la puerta y meto las manos en los bolsillos. En el de la derecha guardo las llaves de mi propio domicilio, suena un tanto idiota pero estoy convencido que si las introdujera en la cerradura y las hiciera girar la puerta se abriría. Dudo unos instantes antes de hacerlo. Con extrema cautela para no ser oído desde el interior encajo la llave que desplaza el pestillo sin dificultad. La casa está flanqueada por un estrecho corredor que va dando paso a las diferentes estancias. La luz de la cocina está encendida sin embargo no hay nadie, sobre la nevera un par de imanes sujetan un folio con los turnos de limpieza, han dividido la casa en tres secciones, salón-pasillo, cocina y baño que se reparten de manera rotatoria cada semana entre los inquilinos anotados: Rubén, Andrés, Manu. Uno de esos tres nombres es el suyo. Al final del corredor en otra habitación la luz también está prendida y tampoco hay nadie. Una docena de camisas cuelgan de sus perchas repartidas por los diferentes rincones del cuarto a modo de decoración, sobre la cama que parece llevar varios días sin hacer está situada una librería de una sola altura ocupada sólo por libros de poesía, a su lado un mueble abierto con diversos estantes dónde se apiñan discos y algún objeto de higiene corporal. En la pared opuesta lucen más estantes anegados de más libros, un feo armario y un pequeño escritorio igual de feo. Encima del escritorio hay un ordenador portátil y un fino volumen abierto boca abajo. Me siento en la silla del escritorio imaginándome la cara que pondrá cuando me vea aquí, tratando de concretar primero sus facciones para cuando entre y me vea ahondar luego desde la imagen en él.

No quiero preguntarme más cosas, de momento está bien así. Sólo preciso aguardar su aparición. Sólo esperar. Cojo el libro que está sobre el escritorio y leo el final de la página por la que estaba abierto.

[…]

And I am dumb to tell a weather’s wind
How time has ticked a heaven round the stars.

And I am dumb to tell the lover’s tomb
How at my sheet goes the same crooked worm.


5 comentarios:

Anónimo dijo...

Si fuese yo la persona anónima viajando en un sucio vagón de metro, y tú hubieses entrado sentándote frente a mí, y con la mirada me hubieses preguntado "¿Nada?", yo te habría sonreído. Porque siendo gratis, las sonrisas cuestan más que los cubatas o que los trajes de Armani.

Si pudiese me colaría en tu casa, Amigo-de-Ted, me colaría en la casa de todos mis amigos, enemigos y conocidos, para husmear en sus estanterías, y bajo la cama, y dentro del armario. Cambiaría tus libros de sitio y probablemente robaría alguno... Dylan Thomas, por ejemplo. Y borraría tu nombre del horario con los turnos de limpieza.

:*

el amigo de ted dijo...

Ummmmnn... Si desapareciera Dylan Thomas de mi casa sabré que ha sido la Princesa... Para resarcirme haré desaparecer a, digamos, Rilke de la tuya o a las tazas para el café.

Besos.

Anónimo dijo...

XD En mi cubículo las tazas de café suelen estar sucias, no creo que sea recomendable robarlas. Y desafortunadamente no tengo ningún libro de Rilke, pero puedes quedarte con las obras completas de Blake (la única obra de poesía en estas cuatro paredes).

Cualquier visita fantasmal será bienvenida.

Anónimo dijo...

Ayyyy Manu,cuanto discutimos y que poco necesario es,somos comos somos,qué más da! y en este dia tan tonto,me alegro de que...en fin,que me alegro de haberlo pasado contigo,con todo y pese a todo,Mua
Rosario

Anónimo dijo...

A que te sigo cayendo mejor borracha??
Ya lo sabía,
Rosario