sábado, 28 de agosto de 2010

Bañeras, albóndigas y tazas de té

Martes

Es la primera vez que camino a solas por estas calles, la primera vez de unos intermitentes tres años que tengo la oportunidad de habitarlas por mí mismo. Pienso que debería sentirme triste, abatido, furioso… o reaccionar emocionalmente de alguna manera. No lo hago, si lo hiciera estaría comprando una mentira en mi propio espectáculo, una mentira que preferiría invertir en alimentar por unos minutos la ilusión de que pertenezco a esta ciudad, que ella me pertenece. Deambulo tranquilo, Urzáiz arriba, saboreando el silencio ganado a los que han de levantarse en apenas unas horas. Imagino que yo como ellos mañana tengo un objetivo cotidiano marcado con rotulador rojo en el calendario de los propósitos.

Acabo de dejar a David recostado sobre su maleta en uno de los bancos del embarcadero. Después de terminar nuestros bocadillos también ha cesado la necesidad de continuar hablando, y el sueño ha ido a ocupar el lugar del silencio creado.

Cuando vivía en Inglaterra luego de que Marty y el otro chico surafricano se fueran vino a trabajar con nosotros Steve. Lo primero que hizo nada más llegar fue instalar la televisión que había traído de su casa y ponerse a jugar a la PlayStation. Su aspecto era el típico del hooligan desempleado y bonachón que antepondría el futbol y la cerveza por encima de las demás cosas, excepto, en caso de Steve, el té. Steve adoraba el té y adoraba tomarlo en una taza color chocolate que había traído también de su hogar, en Sunderland. Aseguraba que en ella el té sabía mejor. Andy era otro muchacho que trabajaba en el hotel, llegó después de Steve y en seguida se hicieron amigos porque los dos aun sin haberse conocido provenían del mismo barrio. A ambos les apasionaba el fútbol, la cerveza y jugar con la “Play”. Podían pasar tardes enteras sin salir de la habitación. Como Andy solía burlarse de Steve porque estaba gordo, éste se resarcía dándole autenticas palizas al “Fifa”, lo que generaba continuos piques; en uno de ellos Andy rompió la taza color chocolate de Steve y éste se disgustó muchísimo. Andy arrepentido juntó los pedazos y los unió con pegamento. Steve en dos días comenzó a echar de menos sus interminables partidas con su colega y olvidó el incidente. La taza recuperó su lugar en una de las alacenas de la cocina pero Steve no volvió a utilizarla.

He despertado con la imagen de la taza recompuesta de Steve en mi cabeza, con una estúpida pulsión de regresar en el tiempo y poner a salvo la dichosa taza antes de que nada de todo esto ocurriera.


Miércoles

Está sentada en una de las mesas de la abarrotada terraza con otras dos personas. No nos espera, por eso al vernos se levanta sorprendida y nos brinda una espléndida sonrisa y un abrazo. Saco de la bolsa su regalo escoltando el gesto con un feliz cumpleaños. Lo desenvuelve cuidadosamente y después de mostrárselo a los demás lo resguarda junto con los otros en una esquina de la mesa. Parece cansada, observo sus ojeras perennes, más marcadas que de costumbre; aun así luce tan fascinante y hermosa como siempre.

Bebo mi segundo Martini mientras la conversación continua sin dueño brincando de un tema a otro. Visualizo cada una de las palabras danzando mansamente sobre mis párpados, induciéndome poco a poco a una extraña categoría de hipnosis.

A esas palabras que habían cobrado movimiento y forma se les han ido añadiendo otras microscópicas que van tironeándome de la piel con sus minúsculas manitas, empujan hacia dentro, atravesando el músculo hasta llegar al hueso y luego un poco más; todas hacia un mismo punto, estirando desde las uñas de los pies o el cartílago de las orejas hasta un vórtice indefinido debajo de la clavícula izquierda. Dado que no me duele las dejo hacer. Contemplo cómo me desvanezco, como mis miembros van adquiriendo la cualidad de lo invisible. Estoy a punto de desaparecer cuando María me pesca.

- ¿Qué te pasa? – me pregunta – ¿por qué estás tan callado?
- Nada. – miento – No me pasa nada.


Jueves

Hay demasiada luz para seguir durmiendo, aun con el brazo sobre los ojos la distingo ocupando y confiriendo volumen a los muebles del salón. Me levanto y pliego el sofá cama. Voy colocando todo tal y como recordaba haberlo encontrado la noche anterior. Me dirijo después a la cocina, friego los platos sucios de la cena y busco algo para desayunar en la nevera. Me apetecería comer un yogur o tal vez un poco de fruta. Bajo al supermercado, aprovecho para comprar los ingredientes de esa paella que hace seis meses prometí que haría. En el exterior hace mucho calor, de vuelta en el ascensor noto mi camiseta pegada a la espalda por la transpiración. Lo primero que hago ya en casa es meterme en la ducha. Extiendo la cortina de baño y abro con cautela el grifo de agua caliente. Gradualmente combino también el de agua fría para buscar la temperatura adecuada. Sin embargo no lo consigo. En este grifo parece existir un tope doméstico, el cual una vez traspasado confiere a la ducha una presión tal que nada tiene que envidiar a los cañones de agua que utiliza la policía en las manifestaciones. Pero si lo cierro por debajo de ese tope para que la presión disminuya no logro el caudal suficiente para enfriar el agua que prácticamente hierve en el otro grifo. Decido que prefiero arriesgarme a perder un ojo antes que cocinarme vivo. Como los mantengo bien cerrados para evitar lo primero no me doy cuenta que de a poco la presión del agua va desplazando en su soporte la alcachofa de la ducha hasta colocarla en posición vertical. Cuando lo hago la columna de agua arrecia contra la pared de enfrente. Salgo de la ducha y achico el agua del suelo inundado. Las bañeras de María no se llevan bien conmigo.


Viernes

Lola sube a mi regazo en busca de mimos. Se los dispenso mientras mi mano izquierda continua jugueteando con el mando a distancia. Miro la hora, todavía falta un buen rato para que llegue María del trabajo. La gata pronto se cansa de mis caricias y salta elegantemente del sofá en busca de un rincón más fresco. La imito. Apago la tele y salgo a la terraza.

“No hay nada peor que hacer sentir a un amigo que no es suficiente”. Fue una de las frases que anoche dijo María en nuestra larga conversación. Parecería irónico que yo con lo listo que me considero nunca antes lo hubiera pensado, nunca lo viera de ese modo; la amistad desde el otro lado, el lado del otro. Más que irónico habría que decir temerario, necio o incluso frívolo si se tiene en cuenta mi expediente. Hasta cierto punto he sido durante toda mi vida un especialista en convertir las fiestas en funerales sin importarme demasiado quiénes estaban a mí alrededor y de qué manera podría afectarles. Esos momentos en la noche por ejemplo, que ando por mi tercera copa y el alcohol no ha logrado hacer efecto, en los que rodeado de gente pasándoselo bien pierdo por despiste el tren de la euforia… es ahí cuando ya sin hacer pie me acomete un acceso de histerismo dramático y autocomplaciente, donde toda la tristeza del mundo pasa a ser de mi propiedad, eclipsando per se al mundo del que vino y en concreto a las personas que están a mi lado. Lo grave es que esas personas suelen ser mis amigos, que me ven alejarme compungido sin poder hacer nada, como si su alegría no fuese suficiente, como si su amistad no fuese válida. Sí, es injusto, y lo es más porque ni siquiera lo había tenido en cuenta, no de ese modo.


Sábado

Escucho a una divertida María relatar parte de los acontecimientos de la noche que mi memoria ha pasado por alto. Cuando ayer le dije que quería quemar Vigo no me imaginaba que antes de eso el garrafón de sus garitos me quemaría el cerebro. Recién levantados de una dilatada y merecida siesta rehacemos los planes de la tarde. Calcula que disponemos de más o menos dos horas para realizarlos todos. Ir a la oficina de Correos por cuarta vez en la semana, pasar por el estanco y comprar lo necesario para en la cena disfrutar de las mejores albóndigas del mundo.

Cumplimos de sobra. El tiempo extra lo gastamos en un rincón del barrio de Bouzas, la taberna O’ Peirao, todo un descubrimiento, con martinis en vaso de tubo por encima del cuarto hielo a uno noventa. En el interior un grupo de parroquianos se ha arrancado a cantar canciones populares. María no entiende por qué estoy tan sorprendido, me pregunta si en Madrid de vez en cuando no sucede lo mismo. Le contesto que no. Escuchamos en silencio su improvisado repertorio mientras la luz del día va revistiéndose del color de la roca.

De vuelta en casa constato que, en efecto, las albóndigas de María son las mejores del mundo.


Domingo

No tengo prisa por entrar en el mar, los mejillones de la feria y la zorza todavía se disputan parte de mi estómago. Me conformo con observar a los demás bañarse en él. Pienso en los amigos de María, cada cual más distinto que el otro y sin embargo prevalece en ellos una facilidad en el trato envidiable. Presumo que si les preguntara por separado que esperan de la amistad del otro cada uno me daría una respuesta diferente, no obstante en la práctica, en el día a día nadie podría afirmar que no comparten una misma definición.

Me pregunto que tienen ellos que me falta a mí. Casi al punto la pregunta se responde por sí sola. Equilibrio. Yo poseo un buen concepto de amistad, no hay nada de malo en él. Ellos también disponen de uno, y es diferente al mío porque yo soy y pienso distinto a ellos. A su vez ellos son distintos y tienen maneras de pensar distintas, y al igual que no existen dos patrones totalmente idénticos en este mundo tampoco sus conceptos de amistad han de ser exactos. Pero al ponerlos en práctica tienden hacia un equilibrio, uniéndose por lo que procuran en común y no por lo que divergen. Debe ser esa la manera entonces, concluyo precipitadamente, alimentar el propio de lo que tomamos del de los demás, enriquecerlo, medrar.

Dejo las indagaciones extemporáneas a un lado porque el sol me está achicharrando la espalda. Me sumerjo centímetro a centímetro en las frías aguas de la ría, redimen al instante el complejo de culpa que mi errabundo discurrir me ha provocado.

Porque también supongo habrá diferentes grados de equilibrio, algunos más íntegros, algunos más precarios y otros, imposibles, como diría el amigo Ferreiro.


Lunes

Nos sentamos en una terraza cerca del embarcadero. Pedimos un café y una coca cola mientras esperamos el ferry que nos trasladará a Cangas. Es extraño ver a Elena aquí, en una ciudad a la que indefectiblemente tengo asociados rostros que pertenecen con exclusividad a este lugar. Una ciudad que por hábito consigno a la acción de visitar, no a la de ser visitado.

En Cangas nos reunimos con Pato que nos espera sentada como de costumbre en La Marina. Las chicas congenian al momento. Charlan distendidas de sus espacios, raíces y recuerdos. Luego Pato se ofrece como guía y nos lleva hasta el antiguo complejo industrial de la conservera Massó, cuya nave central ahora abandonada se asemeja más al gigantesco y descarnado vientre de una ballena varada en la orilla que a una factoría. Ballenas que Pato recuerda vívidamente de su infancia, despiezadas en el muelle de la conservera y convertidas en aceite. Explica como el mar se teñía de rojo y el aire avinagrado debido a las emanaciones de la ballena se tornaba irrespirable.

Nuestra mini excursión finaliza en un incongruente estanque de agua dulce a dos pasos de la costa. Luego desandamos el camino de vuelta al núcleo urbano. Elena nos deja un rato después, debe tomar el autobús que la llevará a casa, hacia la ría de Aldán. Pato también me abandona, se encuentra algo cansada y mañana debe levantarse temprano. La acompaño. Ya en el portal nos despedimos hasta el año que viene.

Como falta poco más de una hora para que salga el último ferry a Vigo resuelvo apurar el tiempo que me resta dando una vuelta por el paseo marítimo. Me detengo antes de llegar a la playa de Rodeira y me siento en uno de los enormes bloques de piedra que componen el rompeolas. Me descalzo y quedo contemplando como la luz al menguar su intensidad va confiriendo a un mar que se me antoja sólido una modulación desigual.

Al incorporarme deslizo sin querer una de las alpargatas con el pie, cae por entre las rocas fuera de mi alcance. Me percato de inmediato que no voy a poder recuperarla así que tomo la que me queda en la mano y camino descalzo hacia el muelle. Las alpargatas habían estado toda la semana conmigo, cobijando mis pies, y en todo ese tiempo no les presté el mínimo cuidado, en cambio ahora después de pisar un par de vidrios con el pie desnudo se me antojan el artículo más importante e imprescindible de la creación.

Como todo en la vida, supongo, no se aprecia realmente lo que uno tiene hasta que se pierde.

En Vigo el taxista me pregunta entre jovial y preocupado si tengo pensado pagarle la carrera. Al verme caminar descalzo por la ciudad, me aclara, lo primero que se le ha pasado por la cabeza es que si no tengo dinero para conseguir unos zapatos tampoco lo tendría para abonar el servicio. Le digo que no se inquiete, que seguro no es lo más raro que ha sucedido en su taxi. Mi réplica parece tranquilizarle a la par que suelta su lengua. Dejo de escucharle a los dos minutos. Elijo especular sobre lo primero que pasó por mi cabeza en el momento que ya la había dado por perdida.


Martes

Mi vuelo se ha retrasado cuarenta y cinco minutos. Por megafonía piden disculpas a los pasajeros. Muchos de ellos llevan prácticamente los cuarenta y cinco minutos de pie haciendo cola junto a sus maletas y ninguno, advierto desconcertado, se le ha ocurrido regresar a los asientos y tan sólo esperar.

Este mediodía Lore me llevó a comer al restaurante del Museo del mar, donde lo mejor no es la comida, son las vistas, el espectacular paisaje de la Ría de Vigo. Me ha sorprendido la facilidad con la que hemos conversado, como si no hubiéramos estado sin vernos las caras alrededor de un año. Luego se nos ha unido Kayto y juntos hemos visitado el acuario. La señorita del museo nos explicó algunas cosas curiosas de la fauna del litoral. Disfruté la visita, sin embargo la visión de esa pecera gigantesca y la de sus aletargados habitantes logró entristecerme. A la salida me despedí de Kayto que tenía planes para más tarde y Lore me condujo a casa. Me despedí también de ella.

De camino al aeropuerto apenas he cruzado palabra, la derrota que me contagiaran con su mirada los peces me ha perseguido dentro del coche, ha ido mezclándose con un principio de nostalgia anticipada y una hipótesis de huida posible. La que me permitiría una prolongación de otra vez: las mejores vacaciones del mundo.

No recuerdo si dije: gracias María, gracias chicas… lo escribí y lo puedo decir ahora… aunque en rigor lo que me gustaría decir sería: nos vemos en el Ecos en media hora.


… y jueves.

Cuelgo y largo un joder tan enérgico que el móvil salta de mi mano y se estrella contra la acera. Recojo y monto las piezas a la vez que continúo caminando. Lo enciendo y lo apago en tres ocasiones. Compruebo aliviado que funciona.

Nunca recibo malas noticias, al menos no de esta envergadura. No sé si he mantenido el tipo, el tipo que como mínimo requeriría esta situación. Estar tranquilo, infundir ánimos… No sé si lo he hecho bien. Sé que después de que dijera noventa y nueve por ciento el chiste recurrente que habíamos utilizado las dos semanas previas ha dejado de tener gracia. Docenas de cosas han dejado de tener gracia. En un noventa y nueve por ciento.

Reacciono por fin. Triste, abatido y furioso.

3 comentarios:

Pato dijo...

Sea lo que sea: sabrás campear el temporal, porque como tú bien dices, esos amigos que tienes que se amoldan a tu idea de amistad estarán ahí... o estaremos aquí. A veces también vale escribir un mail, por extraño y frío que parezca.
Gracias por esta incursión a tu mente. Yo, que también estuve allí, lo viví de otra manera, pero la tuya me gusta mucho, infinitamente más.
Bicos mil xxxxxxx

Zorba el Buda dijo...

Que bueno, es un placer leerte.
Creo que para Steve esa taza pasó a tener un valor incalculable. Un tesoro resguardado que cuando lo reencuentre le provocará una intensa sonrisa que solo una gran amistad puede lograr.

Un apreixo.

P.D.: Manda carallo que a un medio coruñes le provoques tantas ganas de visitar Vigo. ;-)

silvina dijo...

Muy bien cariño, te quiero.